sábado, 14 de agosto de 2010

ARQUITECTURA Y LITERATURA


Presento esta aproximación a algunos textos como un arquitecto lector y no como un literato de oficio. Esta delimitación marca diferencias importantes para evitarme malos entendidos con los amigos de la literatura. Leo desde siempre y sin limitarme a algún género en especial con la convicción plena de la necesidad que tiene esta pasión para los arquitectos. Los profesionales encargados de crear los espacios donde moramos están muy acostumbrados a leer sólo los textos de su especialidad y, sobretodo, repasar la interminable serie de revistas con engañosas fotografías de los edificios.

Creo que los arquitectos pueden encontrar innumerables fuentes de inspiración en los libros de narrativa o poesía como en los viajes y la contemplación que son las modalidades más conocidas por nuestro oficio. Perderse en la ficción de las letras es una bella forma de iluminación, que después puede convertirse en espacios y formas. La literatura nos lleva por personajes, espacios y formas que aparecen en nuestra mente mientras recorremos los párrafos o los versos de diversos autores que, a su manera, “construyen” un texto.

Como una manera de exponer ello he seleccionado, en la primera parte, sin ninguna organización específica, algunos textos que hablan de la arquitectura desde diversos puntos de vista. En la segunda parte, repasaré a un autor fundamental en la búsqueda de la belleza en arquitectura como es el japonés Yukio Mishima.

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Manuel Mujica Lainez es una autor argentino que tiene una novela muy particular. En “LA CASA” publicada en el año 1954, Mujica desarrolla la historia de una familia aristocrática del centro de Buenos Aires muy venida a menos y con la inminencia del desalojo de su casa y su pronta demolición. La casa que es un testigo privilegiado de todo el mundo particular y privado de ese grupo familiar tiene la familiaridad para contarnos, en primera persona, las emociones y anécdotas familiares a lo largo de su existencia. Ella se siente como cualquier ser humano y al término de su existencia expresa sus más sentidas emociones:

“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya,

me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores sin color, impuros... La huella de los pecados que aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome…”

“Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o

trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja.”

Existen momentos en la novela en que la casa siente en extremo su pronta desaparición y en los descansos que se dan los obreros de la demolición y nos recuerda la importancia del uso y la presencia del hombre en la arquitectura. Esa práctica social que hace a las obras lo que realmente son, es tratada como la base fundamental de las edificaciones. Sin esa relación eterna entre el hombre y el edificio, no existe sentido para la arquitectura:

“¡Qué soledad!, ¡qué soledad, Dios mío! Nadie, ni el ermitaño más austero, vive tan solo como una casa abandonada. Una casa ha nacido para que la habiten, mientras que un hombre puede imponerse, si se le antoja, el apartamento salvaje y desnudo del desierto. Una casa no... una casa no... Vacía, no se justifica, y se transforma en algo monstruoso, contra natura, peligrosísimo... Se llena de sombras perversas, de humedades amenazadoras, de ecos agoreros. Y en mi caso todo ello se agravaba por la proximidad de la vida de la calle, bullente, sonora, que me rozaba con su enorme desdén.”


Si Mujica hace hablar a una residencia porteña en “La Casa Tomada” del también argentino Julio Cortazar, estamos al cobijo de una casa más modesta pero de igual manera llena de historia familiar e incluso, incestuosa. Más allá de la trama misteriosa y oscura como son los espacios de la casa, de la invasión paulatina de los ambientes de la misma, Cortazar es capaz de llevarnos por esa construcción de la mano y con las imágenes literarias que recrean los ambientes de la época:

“Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles.”

Cuando se culmina la incomprensible invasión, los hermanos se encuentran en la calle y desalojados de esa casa centenaria y cargada de historia familiar. La llave, que es para todos los humanos, el mecanismo que nos lleva del mundo exterior a la intimidad hogareña, es arrojada con la esperanza de que nadie pueda ingresar en esa historia íntima. La privacidad que nos brinda una casa, que es la obra básica de los arquitectos, es un atributo indispensable para poder vivir en sociedad:

“Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora. Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.”


En otra línea, esta una novela que es, en la actualidad, motivo de múltiples revisiones por el interés de construir, con los aportes de ese autor, conceptos acerca del hábitat como hecho físico y material. En un intento por escapar de las reflexiones metafísicas de Heidegger del tipo “entre el cielo y la tierra”, arquitectos de la talla de Peter Zumthor están en la recuperación de la materia como base fundamental de su pensamiento y obra. Este arquitecto suizo, como buen hijo de carpintero, reclama a la materia su lugar en la historia de la arquitectura.

Por ello, el autor francés Georges Perec esta hoy en día en la mesa de cabecera de varios arquitectos con la novela “Las Cosas. Una historia de los años sesenta”. En ella describe algunas décadas en la vida de una joven pareja de profesionales, llenos de banalidad y hastío, con la típica postura de yuppies europeos. Ellos son llevados por los vaivenes de la moda y el consumo tanto para el tipo de casas o los eventos culturales, indispensables, hoy en día, para no ser tildados de ciudadanos de tercera. Con una precisión nítida pero perversa, Perec describe ambientes de esa clase social pretenciosa e intolerante:

“La mirada, primero, se deslizaría sobre la moqueta gris de un largo corredor, alto y estrecho. Las paredes serían armarios empotrados, de madera clara, cuyos herrajes de cobre brillarían... La moqueta, entonces, dejaría paso a un parquet casi amarillo, cubierto parcialmente por tres alfombras de colores apagados. Se habría llegado a una sala de estar, de siete metros aproximadamente de largo por tres de ancho. A la izquierda, en una especie de hornacina, un gran diván de cuero negro deslucido, con una librería de cerezo pálido a cada lado en las que los libros se amontonarían desordenadamente. Sobre el diván, un portulano antiguo ocuparía toda la extensión del panel …Luego, pasada otra puerta, tras una librería giratoria, baja y cuadrada, coronada por un gran jarrón cilíndrico decorado en azul, lleno de rosas amarillas, y por un espejo oblongo engarzado en de gruesa cabeza, y que formaría conjunto con la cortina de piel, se encontraría otro diván, perpendicular al primero, tapizado de terciopelo marrón claro, y, después del diván, un pequeño mueble con patas, lacado en rojo oscuro, con tres anaqueles sobre los que habría pequeños objetos de adorno: ágatas y huevos de piedra, cajitas de rapé, bomboneras, ceniceros de jade, una concha de nácar, un reloj de bolsillo, un jarrón de cristal tallado, una pirámide de cristal, una miniatura con marco ovalado.”

Después de algunos periplos entre diversas ciudades y las casas donde habitan, la pareja vuelve a una estadía provinciana entre nostalgias y decepciones:

“El viaje será durante mucho tiempo agradable. Hacia el mediodía se dirigirán, con su paso vacilante, hacia el vagón–restaurante. Se acomodarán junto a una ventanilla, frente a frente. Pedirán dos whiskies. Se mirarán, una vez más, con una sonrisa cómplice. El mantel limpio, los cubiertos macizos, marcados con el emblema de Wagons–Lits, los platos gruesos y decorados con un escudo, parecerán el preludio de un festín suntuoso. Pero la comida que les servirán será francamente insípida.”

Perec remata la faena citando a Marx. En ella se menciona que: “el medio forma parte de la verdad, lo mismo que el resultado. Es preciso que la búsqueda de la verdad sea también verdadera…” para precisar los caminos equivocados que toma esa intelectualidad pequeño burguesa, de los jóvenes profesionales de hoy en día, que ven en la apariencia su modus vivendi.


Si Perec esta esa línea progresista existen textos que van a insuflar la visón autoritaria del creador arquitecto, el típico profesional secante y déspota. La autora rusa, nacionalizada americana Ayn Rand, fundadora de la corriente filosófica del Objetivismo, creó al personaje más emulado por los arquitectos en la historia: Howard Roark. Todos conocemos las veleidades que envuelven al oficio de arquitecto porque suponemos que este profesional debe trabajar con libertad y sin miramientos. Por otro lado, los arquitectos ejercemos en algún momento de nuestra carrera, las más odiosas prácticas del individualismo y egolatría y quién mejor que Roark para encarnar ese sentimiento. En su famoso alegato por el oficio, descrito en la novela de 1943 “El manantial” Howard Roark, el personaje inspirado en Frank LLoyd Wright, se despacha las más inusitadas expresiones de intolerancia, individualismo y egolatría que los arquitectos pensamos alguna vez, pero que somos incapaces de expresarlas en público:

“Miles de años atrás, un gran hombre descubrió cómo hacer fuego. Probablemente fue quemado en la misma estaca que había enseñado a encender a sus hermanos. Seguramente se le considero un maldito que había pactado con el demonio. Pero, desde entonces, los hombres tuvieron fuego para calentarse, para cocinar, para iluminar sus cuevas. Les dejó un legado inconcebible para ellos y alejó la oscuridad de la Tierra… Ese gran hombre, el rebelde, está en el primer capítulo de cada leyenda que la humanidad ha registrado desde sus comienzos…

…Ningún creador estuvo impulsado por el deseo de servir a sus hermanos, porque sus hermanos rechazaron siempre el regalo que les ofrecía, ya que ese regalo destruía la rutina perezosa de sus vidas…

…Su visión, su fuerza, su valor, provenían de su espíritu. El espíritu de un hombre es, sin embargo, su ego, esa entidad que constituye su conciencia. Pensar, sentir, juzgar, obrar son funciones del ego...

…Los creadores no son altruistas. Ese es todo el secreto de su poder. Son autosuficientes, auto inspirados, auto generados. El creador no atiende a nada ni a nadie. Vive para sí mismo…

…Nada nos es dado en la Tierra. Todo lo que necesitamos debe ser producido. Y aquí el ser humano afronta su alternativa básica, la de que puede sobrevivir en sólo una de dos formas: por el trabajo autónomo de su propia mente, o como un parásito alimentado por las mentes de los demás. El creador es original. El parásito es dependiente. El creador enfrenta la naturaleza a solas. El parásito enfrenta la naturaleza a través de un intermediario…

…El interés del creador es conquistar la naturaleza. El interés del parásito es conquistar a los hombres…

…El creador vive para su trabajo. No necesita de otros hombres. Su fin esencial está en sí mismo. El parásito vive de otros. Necesita de los demás. Los demás se convierten en su motivo principal…

…La necesidad básica del parásito es asegurar sus vínculos con los hombres para que lo alimenten. Coloca las relaciones en primer lugar. Declara que el hombre existe para servir a los demás. Predica el altruismo. El altruismo es la doctrina que exige que el hombre viva para los demás y coloque a los otros sobre sí mismo…

…A los hombres se les ha enseñado que la virtud más alta no es crear, sino dar. Sin embargo, no se puede dar lo que no ha sido creado. La creación es anterior a la distribución, pues, de lo contrario, no habría nada que distribuir…

…Se nos ha enseñado que es una virtud estar de acuerdo con los otros. Mas el creador es alguien que disiente. Se nos ha enseñado que es una virtud nadar con la corriente. Pero el creador nada contra la corriente. Se nos ha enseñado que estar juntos constituye una virtud. Pero el creador está solo…

…Se nos ha enseñado que el ego es sinónimo de mal y el altruismo el ideal de la virtud. Pero mientras el creador es egoísta e inteligente, el altruista es un imbécil que no piensa, no siente, no juzga, no actúa. Esas son funciones del ego...

…Un arquitecto necesita clientes, pero no subordina su obra a los deseos de ellos. Ellos lo necesitan, pero no le encargan una casa sólo para darle trabajo...”


Existen autores cuyas figuras y metáforas describen mejor a la arquitectura que cualquier analista o historiador, porque recurren a “construcciones” informes que sólo se encuentran en el mundo de los sueños y las quimeras. Octavio Paz dedicó “La Casa de la Mirada” a su amigo el pintor chileno Roberto Matta. En ese ensayo lírico, Paz crea una casa que es a la vez la arquitectura y el oficio de pintor:

“…Estás en la casa de la mirada, los espejos han escondido todos sus espectros,

no hay nadie ni hay nada que ver, las cosas han abandonado sus cuerpos,

no son cosas, no son ideas: son disparos verdes, rojos, amarillos, azules,

enjambres que giran y giran, espirales de legiones desencarnadas,

torbellino de las formas que todavía no alcanzan su forma…

…el ojo es una mano, la mano tiene cinco ojos, la mirada tiene dos manos,

estamos en la casa de la mirada y no hay nada que ver, hay que poblar

otra vez la casa del ojo, hay que poblar el mundo con ojos…

…Afuera es adentro, caminamos por donde nunca hemos estado,

el lugar del encuentro entre esto y aquello está aquí mismo y ahora…

…la pintura tiene un pie en la arquitectura y otro en el sueño…

…los espacios fluyen y se despeñan bajo la mirada del tiempo petrificado,

las presencias son llamas, las llamas son tigres, los tigres se han vuelto olas,

cascada de transfiguraciones, cascada de repeticiones, trampas del tiempo:

hay que darle su ración de lumbre a la naturaleza hambrienta,

hay que agitar la sonaja de las rimas para engañar al tiempo y despertar al alma…”

Portada de la primera edición de "Vidas y Muertes". Jaime Sáenz.

Los autores bolivianos, en la generalidad de los casos, toman a la ciudad como su escenario, su telón de fondo. La ciudad es el espacio privilegiado de novelas y ensayos en nuestra tierra. El autor fundamental de la ciudad de La Paz es Jaime Sáenz porque logró expresar la esencia del ser paceño, encontró ese ajayu tanto en sus chinganas como en las montañas que rodean esta ciudad del altiplano boliviano. En “Vidas y Muertes”, Sáenz describe al más importante arquitecto boliviano del siglo XX: Emilio Villanueva. A través del reconocimiento a la personalidad del arquitecto paceño, el poeta lanza las afirmaciones más contundentes que un escritor boliviano realiza sobre el oficio de arquitecto:

“…Pues la arquitectura —tal como lo entiende el arquitecto de verdad— es una enseñanza en la misma medida en que es un hacer, ya que representa una obra que no termina nunca, por lo que se puede afirmar que, en este sentido, es un acto humano por excelencia, vale decir, un perpetuo mirar y un perpetuo crear aquel ámbito que de hecho configura el espíritu del hombre y que se llama la patria…

…De ahí que una arquitectura boliviana, tal como la sentía y la entendía Emilio Villanueva, por cuanto concierne al Ande, necesariamente debía de tener su entraña en los espacios del Altiplano, donde el cielo sólo se difunde para recogerse en el hermetismo. Pues él sabía que la sabiduría del aymara se define en estos espacios, y así se explicaba por qué el aymara es arquitecto por naturaleza…

…Esta fuerza, en ámbitos temibles al par que renovadores, en ámbitos que el hombre ha mirado y que han mirado al hombre, es una gran fuerza. Yo digo lo siguiente: esta fuerza que determina el encanto y que suscita prodigios en fríos aunque asoleados mundos de penumbra; esta fuerza que sólo mora en ciertos espacios creados por el hombre y que te invita a quedarte y que te infunde aplomo y que te enseña a ser humano y muy humano, es un misterio creado por el hombre. Aun el mundo, las montañas y los vientos, el relámpago y las aguas; aun el mundo, con ser mundo, ha de sentirse intrigado ante esta fuerza que olorece. Si uno implanta cuatro paredes con arte y sabiduría, ya aparece la fuerza…

…El artista sabe. El arquitecto sabe. En lo profundo sabe que el apego a las normas le impedirá dejar de tener cuidado. Pues tal apego conspira contra toda grandeza y contra todo vuelo temerario: destruye al arquitecto. En tal caso, el arquitecto se volverá constructor. De ahí que el no-arquitecto es siempre constructor, jamás creador.

No hay espacio.

Ahora bien, un arquitecto es cosa seria…”

Si un arquitecto es "cosa seria" a decir de Sáenz, es por la búsqueda de la belleza a través de espacios y estructuras. La arquitectura es un arte aplicado y como tal, tiene frenos y riendas bien puestos y hacen de esa búsqueda una tarea muy difícil de llevar. Si sumamos a este panorama la naturaleza voluble de la belleza tenemos un amasijo complicado de entender y de resolver. Para ello, repasaremos a un autor que entregó su obra y su vida a ese objetivo.


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Yukio Mishima

He definido a esta segunda parte de la exposición como: “Yukio Mishima o la imposibilidad de la belleza” por varias razones. La primera porque este autor japonés es un ejemplo de vida y de muerte, en la búsqueda de la belleza en sus obras y en sus actitudes. La segunda razón de esta elección es que, para mi persona, pocos autores describen a la arquitectura con tanta pasión y delicadeza. Prueba de ello son dos novelas suyas: “El pabellón de Oro” y “El templo del Agua”. En ambas la fuerza de su palabra hace visible el amor por una arquitectura bella y atemporal. Mishima suma a esas descripciones una rica contextualización del sitio y de los personajes que habitan esos espacios poéticamente construidos. Ligando la arquitectura a sus intenciones narrativas, el autor logra concebir un intenso intercambio entre las acciones y los edificios donde estas se manifiestan.

Con la obra “El pabellón de Oro” trataré de esbozar una idea, quizás pesimista, del oficio de arquitecto en nuestros días. Pero antes, son necesarias algunas definiciones de belleza que nos permitan un encuadre mínimo de entendimiento.

A lo largo del tiempo el concepto de belleza ha mutado pero, queda aún la idea de belleza como algo que existe por sí misma y que es una manifestación de lo absoluto y de lo perfecto. Sin embargo, con la apertura posmoderna, se puede afirmar que la belleza es algo que da placer en ocasiones y sin considerar el sentimiento de las ventajas que puede producirnos. Ahora, la belleza es una impresión de gusto personal, con parámetros susceptibles de modificar ya sea tomando al arte (que persigue siempre a la belleza) como forma, como expresión o como símbolo.

A pesar de los cambios en la belleza y su recepción, quedan algunas fases o vivencias ante ella: primero llega el asombro y la contemplación, luego el placer desinteresado para rematar en la intensidad del encuentro o, como lo denominan unos autores, en “el rapto”. Literalmente la belleza nos secuestra el alma. Estas vivencias subsisten a pesar de las transformaciones que ya las manifestaba Hegel meditando sobre la muerte del arte o sobre lo feo como una fase legítima del arte. Autores contemporáneos como Arthur Danto son más explícitos aún: “El arte ha muerto. Sus movimientos actuales no reflejan la menor vitalidad; ni siquiera muestran las agónicas convulsiones que preceden a la muerte; no son más que las mecánicas acciones reflejas de un cadáver sometido a una fuerza galvánica. El mundo del arte parece haber perdido actualmente toda dirección histórica, y cabe preguntarse si se trata de un fenómeno temporal y el arte retomará el camino de la historia, o si esta condición desestructurada es su futuro: una especie de entropía cultural.”

En “El pabellón del Oro”, Mishima recrea la historia de un monje que prende fuego a esa bella obra arquitectónica del siglo XIV, tomando inspiración del acto enfermizo y piromaniático que cometió un seminarista en la vida real por los años 50 del siglo pasado. En la novela el monje se llama Mizoguchi y, para marcar perversamente las diferencias entre ese bello edificio y el personaje central, este es tartamudo, torpe y para remate feo.

Desarrollada en primera persona, la relación entre Mizoguchi y el pabellón es el motivo central de la novela y como esta dependencia va tornándose poco a poco en obsesiva. Criado por un padre tan estricto como sólo puede ser un campesino japonés que le transmite su admiración por el edificio, Mizoguchi entra a formar parte del monasterio y ahí se establecen los vínculos pendulares con el edificio a lo largo de la novela:

“El Pabellón de Oro es una construcción de dos pisos, desde el que se domina el llamado‚ “Espejo de Agua”, jardín de recreo. Parece ser que fue terminado de construir en 1398, quinto año de la era de Oei. Tanto los bajos como el primer piso pertenecen al estilo arquitectónico‚ “Shinden”, de tipo doméstico, con sus‚ “tablas superpuestas” cual pliegues. El segundo piso es una pieza de cinco a seis metros cuadrados, del más puro estilo Zen, con puerta central corrediza y ventana con florón de un extremo a otro. El techo está construido con listones de madera de ciprés. Es de tipo, “Hokei” y está rematado por un fénix de bronce dorado. El Pabellón de pesca, llamado, “Sosei”, con techo de doble pendiente cuyo pináculo mira al estanque, rompe la monotonía del conjunto…”

En las declaraciones del personaje, esta siempre presente la importancia del sentido atemporal de las obras maestras de la arquitectura:

“…Semejante a la luna en el cielo nocturno, el Pabellón de Oro había sido construido cual un símbolo en medio de las tinieblas de su tiempo...”Cuando pensaba en todo esto, el Pabellón de Oro se me aparecía como un magnífico navío atravesando el océano de los tiempos.

A la atemporalidad se suma la tensión generada por la admiración desmedida del personaje al edificio. Mizoguchi paulatinamente va transformado esta admiración en motivo de un desgarrador cuestionamiento interno:

“…Puedo, sin exageración, afirmar que el primer problema con que he tropezado en mi vida es el de la Belleza. Mi padre no fue más que un simple sacerdote de aldea, de vocabulario pobre; sólo me decía que “ninguna cosa en el mundo igualaba en belleza al Pabellón de Oro”. El pensamiento de que la belleza, sin yo saberlo, pudo ya existir antes en alguna parte, me causaba invenciblemente un sentimiento de malestar y de irritación; pues si la belleza existía efectivamente en este mundo, era yo quien, por su existencia misma, me hallaba excluido de él…

…A veces me lo representaba cual menuda obra de artesanía, finamente trabajada, que era posible tenerla en mis manos; en otras ocasiones, era una gigantesca, terrorífica catedral que se perdía en las alturas del cielo…”

Mientras se desarrolla la trama, aparece un sentimiento de culpa freudiano por la herencia de amor al edificio que profesaba su padre, y ahí nace la voluntad de terminar con ella y de liquidar con la causa de ese legado:

“Lo que té me decías es verdad, padre: el Pabellón de Oro es la cosa más bella del mundo”, escribía en mi primera carta, puesto que mi padre, después de enviarme a casa de mi tío, había regresado a su promontorio perdido.

Como respuesta llegó un telegrama de mi madre: padre había muerto después de una espantosa hemorragia.

…Si quieres tanto el Pabellón de Oro, dime una cosa, ¿no será porque te recuerda a tu padre? ¿Tal vez porque también él lo quería?...”

Con la obsesión en marcha, Mizoguchi interpela a la belleza que es la causa última de sus tormentos:

…Sí, yo estaba preso en los pliegues de la Belleza; indiscutiblemente, me hallaba en el seno de lo Bello, pero ¿habría podido experimentar esta sensación con tanta plenitud si no hubiese atizado al viento cuya voluntad salvaje se hacía cada vez más imperiosa?...

…Cuando la venenosa belleza del Pabellón de Oro influía sobre mí, todo un pedazo de mí mismo se hacía opaco; y como esta forma de intoxicación excluía todas las demás, yo sólo podía ofrecerle resistencia con una especial tensión de mi voluntad a fin de preservar aquello que en mí permanecía claro. Ignoro lo que esto representa para los demás; pero para mí es justamente esta claridad lo que hace mi yo, sin que pueda, sin embargo, pretender, en definitiva, ser poseedor de un yo perfectamente claro...”

De ahí a consumar la desaparición de lo bello es sólo un paso y Mizoguchi va tomando valor y coraje para su liberación estética:

“…Si te cruzas con Buda, mata a Buda; si te cruzas con tu antepasado, mata a tu antepasado...” -Si te cruzas con un discípulo de Buda -continué yo-, mata al discípulo de Buda; si te cruzas con tu padre y tu madre, mata a tu padre y a tu madre; si te cruzas con tu pariente, mata a tu pariente. Sólo así alcanzarás la redención

…Por primera vez en mi vida le hablé con violencia: en un tono próximo al de la maldición, le lancé a la cara: “Algún día, tú sufrirás mi ley. Sí, para que no te cruces más en mi camino, algún día, cueste lo que cueste, seré tu dueño”. Las aguas negras del estanque repitieron mi voz hasta el fondo de la noche vacía…”

El tartamudo apela incluso a justificaciones tan extremas como autocomplacientes:

“Si quemo el Pabellón de Oro, me decía, cometeré un acto altamente educativo. Gracias a ello, las gentes aprenderán lo insensato de concluir por analogía en la destrucción de cualquier cosa, aprenderán que el simple hecho de haber seguido existiendo, de haber permanecido de pie sobre las riberas del Espejo de Agua durante quinientos cincuenta años no implica garantía de ninguna clase; del postulado “evidencia fulminante”, al cual nos amarramos desesperadamente para nuestra tranquilidad…”

Y al final culmina su crimen:

“…No veía el Pabellón de Oro. Solamente volutas de humo, llamas que subían hacia el cielo. Nubes de chispas caían entre los árboles, y el cielo, por encima del templo, era como una constelación de granos de arena de oro. Estuve contemplando este espectáculo largamente, con las piernas cruzadas. Cuando volví en mí descubrí que estaba lleno de ampollas y de arañazos y que mi sangre corría. También tenía sangre en los dedos: me había herido al golpear la puerta. Me puse a lamer mis llagas, como una bestia que ha escapado a sus perseguidores. Hurgué en mi bolsillo y saqué la navaja y el frasco de somníferos envueltos en el pañuelo. Los tiré al torrente. En el otro bolsillo, mi mano tropezó con el paquete de cigarrillos. Me puse a fumar. Me sentía con el espíritu de un hombre que, terminada su labor, echa un pitillo. Quería vivir.”

Al no soportar la presencia de lo bello materializado, Mizoguchi quemó el pabellón. Y, al no poder influir con su ética y estética a una moderna y agringada sociedad japonesa, Mishima se suicida siguiendo la tradición nipona. Creo que estas son muestras concluyentes que nos brinda la literatura sobre la ausencia de lo bello en el presente contemporáneo. ¿Es este un pensamiento anacrónico?


La arquitectura por naturaleza busca un ideal que, todavía, puede ser definido como belleza. Aunque este concepto sufra las modificaciones que las sociedades y los momentos históricos imponen, los arquitectos buscamos ese objetivo y, con el fin de evitar el incremento de la tasa de suicidios, es conveniente establecer tus posibilidades reales de alcanzarlo. Estamos en tiempos difíciles ya que en la posmodernidad somos culturalmente torpes, expresivamente tartamudos y para colmo feos, arquitectónicamente hablando.

Si puedo esbozar estas breves ideas es por ese puente tendido entre la arquitectura y la literatura. La contemplación alimenta, sin duda, tu espíritu creativo; pero es la lectura quién puede guiarte en ese proceso. No existe arquitectura sin lectura. Sin ella, los arquitectos somos simplemente meros oficiantes de lo “bonito”.