sábado, 24 de mayo de 2008

SALAR SOLAR LUNAR

Salar de Uyuni. Bolivia.

A Gastón Ugalde, infatigable viajero del blanco y de la nada.

Conocer el Salar de Thunhupa, más conocido como de Uyuni, es un viaje inolvidable por uno de los paisajes, sin duda alguna, más bello del planeta. Sentirse literalmente un microbio y dejarse abrazar por esa blanca inmensidad reconforta el espíritu. Recorrer sus bordes informes donde se conjugan la sal y la tierra o llegar a sus islas donde te aguardan milenarios cactus fantasmales, es una experiencia imborrable en tu vida. Con la inevitable costumbre de retener en imágenes los viajes, miles de visitantes nacionales y extranjeros cargan sus cámaras, sofisticadas o sencillas, y se solazan sintiéndose artistas con el más fotogénico de nuestros lugares. Comentaba con sorna que no existe viajero que tome malas fotos en el Salar. Es que es mucho paisaje para cualquier visitante sea este un artista profesional o aficionado. Con cámara o sin ella, la travesía por el desierto de sal más grande del mundo se presentará siempre como una experiencia hermosa y energizante.

Pero aquí no quiero relatarte de la manera universal en que te emociona cualquier viaje, donde bellos paisajes o grandes realizaciones del genio humano te impactan; sino que, deseo compartir algo maravilloso que puedes experimentar en ese desierto albo que por bondad de los dioses tenemos la dicha de poseer los bolivianos de este lado de las montañas. Existe una hora mágica en el Salar de Thunhupa, cuando cae el sol y se levanta la luna, que debes presenciar alguna vez en tu vida. La fantasía se entroniza y al conjuro de luces contrapuestas la atmósfera se llena de brillos rosáceos y azulinos y se gesta un espacio irreal donde respiras otro aire, hueles otros aromas sutiles y vives “en vida” la experiencia de una realidad totalmente unificada en tu alma. Es la hora en que el Salar se carga de energías sublimes. En esos inenarrables minutos levitas en un no-antropocentrismo, donde tu Ser y Estar comienzan a fluir y sientes, aún con vida, experiencias que te esperan más allá de tu existencia. Imagínate semejante regalo divino. Imagínate tamaña dicha y júbilo entregados a un mortal: en esa “noche diurna” o si prefieres en ese “día de nocturnidad” te reúnes contigo y con la totalidad, en un aura fosforescente e infinita.

Los andinos tenemos la dicha de vivir esta experiencia maravillosa donde el imponente silencio y la magnifica soledad acompañan a esa atmósfera divina y eternal. Por unos instantes, sientes a la muerte en vida. Enorme experiencia sólo destinada a los dioses que es brindada generosamente por nuestra naturaleza a los indignos mortales; una rarísima excepción: nos cedieron una inmensa puerta sensorial para traspasarla y vivir dentro la alegría por lo que ves y sentir la amarga impotencia a que te somete el vacío. Tras el umbral, el aire esta cargado de presencias y de extraños sentimientos de haber estado ahí. Por tan brutal experiencia, debes buscar desesperadamente tus coordenadas espirituales para gozar del espacio multidimensional como experiencia real. Es la hora mágica en que el sol se va a descansar por un tajante perfil negro augurando el ciclo y, por otro lado, una luna llena se alza altiva en un horizonte oriental teñido de rosado carmesí. Ahí, en el espacio sin límites ni tiempos, se reúnen el dios sol y su consorte luna, el día y la noche, el ocaso y el naciente, el hombre y la mujer. Suspendido en la nada que por primera vez se te manifiesta, te rindes ante la evidencia de premoniciones y sospechas. Agobiado percibes que tus antepasados descansan ahí; entierras en los pentágonos de sal a tu ego y gozas de ese levitar en la muerte. Bajo esa fosforescencia indescriptible, no puedes reconocer a la atmósfera que te rodea, de pronto se torno celestial plena de luminosidades y brillos inefables, de colores sutiles y etéreos; estas por fin, en un inmenso paraíso multidimensional. Debes caminar por unos minutos hacia la luna, levitar de la tierra y entrar por esa puerta. Comenzarás a despreciar tu cuerpo y a tu vestimenta, tan torpes y tan vulgares; tan indignos de estar ahí. Ver, bajo esa fantástica aureola, a los homúnculos que te acompañan es como mirar sombras negruzcas que rebosan inexplicablemente de soberbia y petulancia.
Ahí pensé en nuestros múltiples mitos y me regocijé con mi postura pagana. Con ese acto de sanación de la hora mágica, comencé a imaginar una breve historia que comenzaría así: “Dicen los viejos que cuando alguien muere su alma vuela dichosa por los aires que soplan en las montañas y cae vertiginosa en el Salar de Thunhupa para transformarse en partículas mellizas de sal y leche,…de tantos viajes y gestaciones se cubrió el desierto blanco más grande y bello del planeta…”. Y esta breve historia continuaría insistiendo en que el cielo y la tierra son una unidad y que están aquí contigo unificados eternamente y que por ello, no esperes bendición alguna y menos del mortal entronizado, a cambio de tu alma. La naturaleza sana, y si me crees ve al Salar de Thunhupa en luna llena y espera la señal cuando los dioses se miran y te permiten entrar en esa dimensión sublime.

Ese instante, por gloria de nuestra Pachamama, no estas en la tierra y tienes la certeza que la muerte no es el fin sino el inicio de ser partícula de leche y sal. Sientes que descansarás en el pentágono que te corresponda, en la plenitud y el júbilo del espacio de los espacios, donde Thunhupa te cuidará por siempre.