domingo, 22 de enero de 2017

PLAZA MURILLO

Inspirado por un político hindú esbozo un concepto: “No se transforma la historia urbana con sólo cambiar edificios, porque construir es apenas una actividad económica y trascender en la historia es otra cosa muy diferente”.
Para trascender, debes percibir que la ciudad, aparte de los edificios, es un constructo histórico de complejos entramados sociales, de memorias tenaces y de múltiples imaginarios espontáneos. Para ser más claro describiré este concepto con un ejemplo idóneo: la Plaza Murillo.
El año 1558 el alarife Gutiérrez Paniagua trazó nuestra plaza principal. Desde entonces, y a lo largo de cuatro siglos, este espacio urbano fue testigo de innumerables sucesos: revoluciones, colgamientos, asonadas, golpes, inmolaciones, cercos y otros que cambiaron el devenir de la política y también su forma. La plaza que comenzó como un descampado pasó a la imagen actual: ajardinada y arbolada en clásico estilo republicano. Su icono central era el dios Neptuno, escultura que fue reemplazada a principios del siglo XX por la de Murillo, obra de un italiano. Su denominación también cambió con el tiempo. De Plaza Mayor a Plaza 16 de Julio y después a Plaza Murillo. De igual manera, sus edificios fueron variando: de cárcel a gobernación, de convento a parlamento, de iglesia a catedral y de rústicas casas a importantes casonas con comercios y cinematógrafo. 
Como se colige, en esa plaza como en la ciudad, se gestan múltiples  transformaciones y permanencias, mutaciones y persistencias que forman el espíritu pluricultural de esta ciudad: la paceñidad. Esta alma urbana es un imaginario potente, impermeable a influencias coyunturales y es el ajayu mayor por excelencia.
Al ver las dos moles, que actualmente están en construcción en la plaza, me indigno y declaro desde esa paceñidad: “no se transforma la historia urbana con sólo cambiar edificios”. Y pregunto: ¿se olvidaron del ajayu mayor?

Mole en la Plaza Murillo, La Paz, Bolivia.

Pero esta plaza jamás fue mezquina y ofrece oportunidades. Sus casas patrimoniales se caen en tus narices. ¿Porqué no se reivindican un poco con la paceñidad y conservan dos inmuebles representativos: el recientemente colapsado, colindante a la Asamblea Plurinacional, y la bella casona Agramont frente a la Cancillería? Con la celeridad para promover un espectáculo tuerca, dispongan fondos para expropiar, restaurar, integrar y ocupar adecuadamente ambos inmuebles. Háganlo como ustedes dicen: “a la velocidad Dakar”.
Si los restauran, los “ojos del mundo” verán que, aparte de multitudes cariñosas con miles de banderitas, en esta ciudad existen otras prácticas culturales que generan autoestima de verdad. Autoestima de la profunda y no la cacareada por la verborrea mediática.