martes, 2 de enero de 2018

ORNAMENTO Y DELITO

Los arquitectos somos adictos a los dogmas. Ejercemos un oficio indeterminado que tiene más zonas grises que certezas; por ello, el dogma se torna vital. La historia de la arquitectura está llena de héroes que desplegaron su arte contra viento y marea defendiéndolo con el recurso de la palabra, arropando sus proyectos con una teoría a modo de manto santo.

Casa Vega. Arquitecto Carlos Villagómez. 2002
Y ese necesidad de prescribir dogmas se hizo mas patente a principios del siglo XX en la gloriosa época moderna de la arquitectura. Con textos de Le Corbusier o Gropius, los arquitectos del mundo decidimos cambiar el rumbo de la arquitectura hacia una estilo más técnico, más funcional y tan limpio como un quirófano. Pero, en esa dirección, los arquitectos  nos fuimos separando del mundo real, nos fuimos distanciando del ser humano cotidiano y sencillo. Y para transitar ese desapego nos prendimos a nuevos dogmas, a otras “palabras divinas”, que nos permitan cumplir la tarea mesiánica de “educar” al mundo sobre lo que es bueno y es bello.

De esos credos el más preciado y recurrido es una ponencia del año 1908 que presentó el arquitecto austríaco Adolf Loos: Ornamento y Delito. En ese ensayo, Loos avivaba el fuego de la estética de la modernidad: “Como el ornamento ya no pertenece orgánicamente a nuestra civilización, tampoco es ya expresión de ella. El ornamento que se crea hoy ya no tiene ninguna relación con nosotros ni con nada humano; es decir, no tiene relación alguna con la actual ordenación del mundo”; y denigraba los detalles de la  arquitectura clásica: “El ornamento no es sólo símbolo de un tiempo ya pasado. Es un signo de degeneración estética y moral”.   Sin duda, una postura tajante de alguien que no desea concertar con otros, y afín con cualquier ideología dogmática y ortodoxa. Hoy en día ese ensayo suena como imperativo religioso (“soy el camino, la verdad y la vida”) o como arenga prusiana. Loos decía sin temores: “Predico para el aristócrata”.

Extrañamente, y cien años después, ese dogma luterano-calvinista sigue vigente en arquitectos de esta parte andina, que viven los actuales momentos de convulsión, y todavía no perciben el cambio cultural del planeta. En tiempos de múltiples modernidades, de pluriculturalidades y  de declaraciones culturales inclusivas (como las cartas de la Unesco), algunos colegas siguen obnubilados por ese austríaco que promovía la asepsia arquitectónica total, la blancura  inmaculada sin firuletes, pero que en vida fue políticamente incorrecto, mujeriego empedernido y pedófilo enjuiciado. Olvidando sus límpidas prédicas, Adolf Loos terminó sus días postrado en una silla de ruedas persiguiendo a una enfermera.


 
Serpaj. El Alto. Arquitecto Carlos Villagómez. 1996