jueves, 27 de diciembre de 2007

LA NACION CLANDESTINA


Glauber Rocha decía: “Un país subdesarrollado no tiene porqué tener un arte subdesarrollado” y en 1989 Jorge Sanjinés demostró tal afirmación ganando con su obra “La Nación Clandestina”, la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián, el mayor lauro internacional a nuestro cine y quizás también, el mayor reconocimiento a una obra de arte boliviano. No por nada se afirma que el cine es el único arte capaz de acompañar a la modernidad, ante el escaso interés que las otras artes visuales generan.
“La Nación Clandestina” es una obra maestra, tanto por su guión como por su dirección, que retrata la historia de un indio desarraigado que se mueve entre desplazamientos y vuelcos a su propia identidad. Es quizás la obra cumbre del grupo Ukamau por la sutileza conque se narra esta historia que es una manera muy alejada del maniqueísmo político que se sintió en otros trabajos del cineasta.
En una interminable caminata Sebastián Mamani decide retornar de la ciudad de La Paz a su comunidad para redimir sus culpas y exorcizar, a través del baile del Jach'a Tata Danzanti, sus demonios identitarios. Ese transcurso es llevado en la película como una alegoría de los territorios que transitó el protagonista y le permitió a Sanjinés reunir, en flashbacks, pasajes de la vida de Sebastián que van desde su niñez en el pongueaje, su llegada a La Paz, hasta su violento proceso de corrupción humana en una sociedad urbana. La obra tensiona polaridades de nuestra realidad en un exquisito contrapunto de imágenes y diálogos: el infinito y desamparado campo vs. el intenso abigarramiento urbano; el principio comunitario del habitante rural vs. la individualidad desorientada del protagonista; el idioma aimara del indio desplazado vs. el castellano moteroso del k’hara o del cholo citadino y nuestro sincretismo religioso entre muchos otros temas. En un continuo vaivén entre estas paradojas de nuestra sociedad, Sanjinés arma una historia convincente con actores no profesionales del que destacamos un atildado Reinaldo Yujra en el papel principal. Con ese rostro hermético y huesudo, con la boca casi siempre desesperadamente entreabierta, Yujra nos lleva desde el inicio a seguirlo en toda su actuación. Y esto es digno de destacar porque siempre sostengo que la actuación, burdamente teatralizada y previsible, es uno de los puntos flacos que acarrea nuestro cine y lo hace mediocre hasta el aburrimiento.
De tanta indefinición personal a Sebastián no lo quería nadie. Ni los k’haras o cholos de la ciudad ni los de su propia comunidad; ni los rojos en continua huida ni los milicos o sus esbirros; ni sus amigos ocasionales y ni siquiera su propio padre. Sólo tiene el apego y el amor de una mujer que en una escena maravillosa lo arropa y lo alimenta cuando se encontraba sólo, expulsado de su territorio, desnudo y soterrado en un hueco como en cualquier chullpar de enterramiento prehispánico. Amor y muerte se reúnen sutilmente en esa imagen. Sanjinés recrea en la penumbra del momento los arcanos de siempre y nos anuncia la próxima muerte de Sebastián, ser desarraigado y al que sólo le queda el amor incondicional de su mujer, el único territorio del cual jamás será exiliado.
Además de las virtudes del guión, debemos reconocer el valor de llevar a cabo la tesis que Sanjinés llama el “plano secuencia integral”, por el control minucioso que se debe ejercer cuando se trabaja con un grupo de actores no profesionales. Sostener la acción por varios minutos y envolver con la cámara los momentos y los detalles sin cortes es una hazaña que ha debido costar mucho esfuerzo y sobretodo ejercer al límite su experiencia ya acumulada. Del centenar de tomas en plano secuencia que el reconoce, me quedo con tres que son soberbias: la visita a la casa del artesano mascarero donde la cámara empieza lamiendo los muros del patio y termina en la mascara del Jach'a Tata Danzanti, después de pasear por una conversación; la borrachera del protagonista en su casa, que comienza en la puerta y termina con Sebastián en el suelo en medio de ataúdes apoyados en los muros, en una alegoría al beber que es, sabemos bien, como matarse de a poco; y la de la fiesta en homenaje a su posesión como autoridad de su comunidad donde se evidencia, con el “plano secuencia integral” el tiempo aimara circular, con la cámara revoloteando junto a los músicos y los danzantes.
Después de muchas decepciones, Sebastián consigue volver a su comunidad para cumplir con su planificada danza mortal. La tremenda mascarota del Jach'a Tata Danzanti llena la pantalla y comienza el baile ritual con una cámara que no cesa de girar hasta que el protagonista logra su cometido. La obra se cierra pero también se abre como toda propuesta estética bien concebida y, como sentenció Leonardo García Pabón, es un “morir para volver”; y en esta narrativa plena de circularidades, Sanjinés cierra el círculo con otro Sebastián renovado, que como último deudo en su propio cortejo fúnebre, mira desdeñoso y altanero al mezquino territorio donde deambuló incansablemente.

Carlos Villagómez.
noviembre 2007