jueves, 27 de diciembre de 2007

LA MORAL DEL OBTURADOR



A primera vista, el título de este artículo es un sinsentido. El obturador de una cámara fotográfica no puede tener moral en sí y no puede diferenciar entre el bien y el mal, pero si consideramos al mismo como parte consustanciada del fotógrafo, prolongación de su materia, es casi imposible separar al sujeto, y por consiguiente su moral, de su instrumento de creación. Cuando estamos frente a una cámara fotográfica, el objetivo manda en ese instante suspendido. Nunca nos interesamos por el fotógrafo en sí y más bien fijamos nuestra atención y nuestras posturas en ese instrumento mecánico, nos quedamos quietos, sonreímos y fingimos una pose para la instantánea. Mucho se discute sobre la validez moral de ese instante, pero la fotografía irrumpió sin permiso en nuestra intimidad y hasta la fecha nos deleita o nos angustia entrometiéndose en nuestras vidas y en la de los otros. Con ese envidiable gobierno la fotografía es usada –además- por algunos artistas que utilizan su cuerpo como medio expresivo, con su obra subimos la tensión a una mezcla ideal, para el análisis de la imagen y la moralidad de nuestro tiempo.

Pero ¿esa ética de la imagen puede ser universal y sin matices locales? Con ese cometido reunimos experiencias del norte y de fotógrafos de nuestro medio, que retratan el cuerpo para, a través de su trabajo, conocer los límites donde ambas experiencias se tocan y, por consiguiente, se separan; límites que nos dan signos claros de la diversidad moral que diferencia la artisticidad del norte y la nuestra. Los artistas analizados del norte, que fueron además seleccionados con una vara extrema, están en una ética del ensimismamiento perverso, que no es más que la expresión plena de su arraigado egoísmo eurocentrista que, a veces, se disfraza de un paternalismo asistencial como descargo de culpa. Ellos están en las antípodas del horror y el escarnio en comparación a la ética de socialización que embarga a los artistas de nuestro medio. Y es una alegría que así sea. Las intenciones subyacentes de los artistas locales apuntan más bien a una ética de la socialización y del compromiso político. Aquí aún reina -entre los artistas- la moral de entrega, aunque ésta tenga raíces en una moral judeocristiana en sincretismo con pervivencias precolombinas.

Esta conclusión sobre las diferentes éticas entre los artistas del cuerpo fotografiado, parecería algo maniqueísta, pero el análisis de la selección realizada nos lleva a afirmar que aquí todavía existen buenos tipos y allá, al retratar un comportamiento extremo y al fijar en la imagen instantes crudos e intensos mucho más allá del comportamiento común, parecen estar algo desquiciados. Sin ser un crítico pechoño, diría al menos es un comportamiento insalubre.

Veamos entonces las experiencias. Del norte seleccionamos dos artistas: uno por que es la representación viva del arte abyecto y otro por que está en los límites de la pornografía y lo vulgar:

David Nebreda nació en Madrid el año 1952. Desde su juventud padece una esquizofrenia aguda que lo llevó a múltiples encierros y tratamientos. A pesar de ello, estudió Artes Plásticas y ahora crea una obra canalla y vil. A cierta edad, Nebreda decidió encerrarse en una habitación a ensayar los martirios y auto padecimientos más extremos que el arte contemporáneo haya conocido. Con abstinencias que terminan por dejar a su cuerpo como un saco de huesos con vida, Nebreda corta, punza y penetra esa maltrecha humanidad en busca del objetivo de su vida artística: “el doble fotográfico”. Ese cometido es explicado en sus palabras como el renacimiento, en las placas fotográficas, de su verdadero yo; para ello, debe terminar por desgarrar su cuerpo físico, en busca de la regeneración hacia ese otro doble.

Sangriento cometido. Para la tradición judeocristiana el martirio es un camino para la redención, pero el martirio auto inflingido es motivo de psicoanálisis. Las imágenes siniestras que Nebreda presenta son mecanismos extremos de la purga demoníaca. Incapaz de verse en un espejo, Nebreda arma su padecimiento con extrema pulcritud, ordenando sus instrumentos de tortura y llevando meticulosamente una documentación fotográfica como si se tratara de una sesión quirúrgica. Es paradójico que, en su condición mental, el gobierno de la técnica fotográfica sea evidente, la puesta en escena, la luz y la composición, de cada autorretrato son impecables. Cuando la revista francesa “La Voz de la Mirada” le preguntó al respecto, Nebreda respondió que “su norma de vida es la regla y la disciplina, yo realizo los autorretratos conforme a la regla, es todo”. De esta manera, y desde hace quince años, este “enfermo” ha creado una ingeniosa logística para su trabajo fotográfico que le permite autorretratarse en soledad evitando con telones una imagen especular.

El desgarrar y el descarnar el propio cuerpo se presta a una filosa interpretación de la moral. Para él es ahí donde “está precisamente la diferencia entre la idea de amoral y de inmoral. Y por eso estimo que mi trabajo es difícil, el se desarrolla en una zona fronteriza delante de la moral, sin ser por ello inmoral. Es más amoral que inmoral. Lo amoral es la moral trascendente.” Así con el uso de mierda, sangre y otros fluidos corporales (a excepción tajante del esperma) y sin practicar el arte terapia o el arte sadomasoquista, este artista usa estrategias de auto agresión para lograr su objetivo estético. Nebreda se sublima enterrándose en sus propios excrementos como la sirvienta de la película de 1968 Teorema de Pasolini, que termina enterrada en vida y creando con sus lágrimas una fuente de sanación. No es alarde afirmar que es el artista ibérico más atroz que conozca la historia.

Por su parte, Pierre Radisic nació en Bélgica en 1958 y estudió Arte en la prestigiosa Escuela de La Cambre en Bruselas. En 1982 sus autorretratos compartidos con su compañera Anne Bernard llamados “Paisajes Pornos” levantaron críticas y aplausos por su descarado acercamiento a los límites de la pornografía. Consecuente con su gusto juvenil y voyeuresco, Radisic reunió las fotografías que se tomaba en cada acto sexual que compartía con Anne y en ellas encontró signos de una idea artística. Reunidas en grupos, estas fotos adquirían un sentido de complementariedad y completitud como si se tratarán de paisajes corporales o de topografías del placer. Una a una no significaban mucho, pero en grupo suspendían en el tiempo la delicia inigualable que nos produce el sexo.

Con esa intención artística, Radisic y su pareja decidieron ir más allá y no escatimaron esfuerzos en recrear las poses y los aderezos más promiscuos a sus sesiones amorosas y por consiguiente a sus retratos. El armado final es una mezcla de pieles y de extremidades que forman efectivamente paisajes que van recreando otros mensajes que los que darían fotograma a fotograma. Sin embargo, es casi imposible no seccionar cada paisaje y empezar a reconocer mórbidamente los detalles del acto sexual o de sus preludios amorosos. Radisic crea esa doble tensión con sus armados fotográficos, una totalidad correctamente compuesta y una singularidad plena de sentido porno, que a todo ser humano nos despierta la visión desnuda y abierta de un sexo femenino encarado por un enérgico pene. Imposible de evitar esa doble mirada con lo cual la paradoja está planteada: arte sí, pero pornografía también.

Oscar Wilde decía que hay dos cosas que no nos podemos explicar: la muerte y la vulgaridad. En esa línea irónica nosotros tampoco podríamos explicarnos el sentido moral de las obras de Radisic (Premio Nacional de fotografía en Bélgica) sin pensar que, no es ni más ni menos, que la representación de un exacerbado ego erótico, si lo vemos artísticamente hablando, o de un simple voyeurismo hecho público. Ambas opciones son al final muestras de un ensimismamiento de la moral que mueve a los artistas del norte.

En contraposición a ellos, hemos seleccionado algunos artistas bolivianos que trabajan con su cuerpo o el cuerpo de otros para construir nuevos significados y sensaciones. Una primera mirada nos hace suponer que a comparación de los casos extremos analizados, los artistas nuestros son tiernos y apocados. Cuando Cecilia Lampo decidió inmiscuirse en nuestras vidas a través de su obra “Formas de ser” en la que fotografió a seis personajes semidesnudos, acompañados de algunos objetos de su interés, al menos pidió permiso. Lampo armó con esas imágenes unos paneles de fondo metálico que recrean la vida de un rockero, un artista o una mujer de leyes. Mostró sutilmente algunos pedazos de piel y nunca se permitió regodearse con las partes íntimas, porque ni ella ni los retratados hubieran estado a gusto con tamaña intromisión. Esta obra debe ser analizada tal como fue montada en la galería. Todos los paneles estaban en el piso, armando conjuntos de cada manera de ser y planteando un recorrido -una promenade al espectador- que se debía seguir y que al final aparecía más como un homenaje a la simpleza de nuestras vidas, antes que un como un ensalzamiento a nuestros egos. Si los paneles hubieran sido colocados en los muros el mensaje hubiera sido otro. En el suelo éramos lo que éramos: unos simples mortales que acabaremos, ahí abajo, con nuestros cuerpos y nuestros pocos objetos de valor.

Por su parte Galo Coca, a través de su línea artística, decidió -en el taller “El Quinto Pasajero”- regalar un performance a unos artistas europeos que visitaban La Paz. El artista se ubicó en un extremo del patio de una casa colonial del centro paceño, para desnudarse y escribir sobre su cuerpo la letra del himno nacional. Una vez terminada la escritura se vistió nuevamente y se retiró del espacio. El mensaje de Galo Coca fue simple y claro: llévense de aquí la imagen de un paceño desnudo y patriota a diferencia de ustedes, artistas europeos que ya me aburren con el rollo de ser artistas globales y sin referente patrio. La sentencia de Rem Koolhass “Fuck the context!!” es un claro ejemplo de esa voluntad en extremo personalizada, sin asidero y moralmente descarada. Los trabajos de los artistas europeos en esa experiencia estaban en ello, tanto los que “conceptualizaban” en extremo su obra, para disfrazar su mediocridad, como aquellos paternalistas que trataban de interactuar con la sociedad paceña. A ellos, la obra de Galo Coca mostró a flor de piel, la vigencia de valores plenos que revientan de orgullo en esta sociedad.

Otro ejemplo es el trabajo de Gastón Ugalde quien siempre genera con su arte sentimientos antagónicos que después se traducen en muestras de admiración o de rechazo, pero nunca de indiferencia. En 1998, convenció a una comunidad del norte de Potosí para realizar una serie fotográfica de los ancianos y ancianas de ese perdido grupo de los andes bolivianos. Todos sabemos de nuestra reserva a mostrarnos desnudos. Los habitantes del ande, por la inclemencia de nuestro clima altiplánico, nacimos arropados y moriremos igual. La sola idea de aparecer desnudos nos agobia y a diferencia de cualquier habitante del llano o la costa, rara vez nos reconocemos socialmente desnudos. Por esa característica de nuestro ethos, es valorable tal poder de convencimiento, para que una comunidad del campo decidiera desnudar a sus ancianos. Ugalde lo logró y con ello, suspendió en el tiempo las imágenes más lacerantes de nuestra iconografía corporal. Cuerpos lastimeros, cuerpos surcados de arrugas y de dolores, topografías de la afrenta. Sobre fondos oscuros que hacen destacar la ignominia. Ugalde nos recuerda el destino inescrutable de nuestras vidas. Si tenemos suerte y llegamos a viejos, esa será nuestra imagen, ajada y seca de tanto gozar y de tanto sufrir. Sacos arrugados que envuelven osamentas rendidas de tanto levantarse, son los testimonios de esta serie desgarradora, quizás la muestra más intensa de nuestra historia de la imagen y de los desnudos. La muerte nos aterra, pero su antesala nos deprime; más aun, si la muestra es de unos seres olvidados por la historia oficial, es la galería descarnada de los miserables de nuestra sociedad que despiertan más sentimientos y tensiones que cualquier “magnífico” desfile de la belleza plástica que aparece todos los días en los medios locales.

Artistas del cuerpo existen en todas las realidades, pero pocos son aquellos que, por razones difíciles de explicitar, son capaces de convocar y trascender con una inusual potencia. De ellos, tenemos en nuestro medio dos experiencias relevantes: Joaquín Sánchez y María Galindo del grupo Mujeres Creando. Ambos artistas son ejemplos de un cuerpo imantado, aquel organismo que nos atrae sin darnos respiro con una particular voluntad artística, por una vigorosa intención creativa. Respiran por los poros su artisticidad. Son entidades imantadas que pueden realizar obras que convocan y con ello pueden resignificar los mensajes a su antojo. Joaquín Sánchez realizó decenas de veces, tanto en Bolivia como en el exterior, su performance “Tejidos” al punto tal de ser quizás la obra, en esa línea, más vista de la historia contemporánea del arte boliviano. Con una pulcritud y sincronía admirables realiza en una tina circular movimientos en concordancia con imágenes proyectadas sobre su cuerpo desnudo y afeitado. Mensajes de gestación, del líquido amniótico, de reminiscencias culturales, del nacer, del flotar, del gozar, del entretejer etc., son las múltiples interpretaciones que el público recoge de tan tremenda experiencia estética. Cada cual realiza su lectura y cada cual sale satisfecho con el intercambio que Joaquín propone. La clave del éxito está en el poder de transmisión que emana, el poder de interactuar con el que lo mira, el poder de generar ese territorio ambiguo de la belleza manifiesta y del estupor expectante. En las obras en las que Joaquín Sánchez decide usar su humanidad, el resultado siempre es el mismo, el de un llevadero intercambio con su interlocutor que por un momento entra en trance, en respuesta a esa natural imantación que emana.

En esa línea, pero con mayor sentido político están las obras urbanas de protesta que María Galindo viene ejecutando hace algunas décadas atrás. Convencida de que su obra no es arte y sí es activismo callejero, María Galindo se inscribe en lo que Catherine David llama nuevas prácticas estéticas, aquellas que están más allá de los muros de la galería de arte convencional y burguesa. En esta sociedad machista, María Galindo ha convocado a una reflexión de su postura política en pro de la mujer y su destino; buscando siempre en sus obras el contacto físico violento entre ella y sus represores y con el uso de pintura a modo de sangre a borbotones ha marcado nuestra sociedad y creado un imaginario colectivo, algo de lo que muy pocos artistas pueden jactarse. Recrear memorias, revolver nostalgias, y generar sueños de transformación son respuestas colectivas que sólo el poder de los medios de comunicación y toda su parafernalia pueden construir. Ella y su grupo han logrado en este tiempo de cambios seculares, establecer las bases de una nueva práctica estética con el uso de cuerpos henchidos de discurso político, rebosantes de compromiso y ética, con un mensaje simple y contundente que los partidos tradicionales deberían aprender: una acción llevada por una moral inquebrantable. A pesar de su rechazo, nosotros calificamos al trabajo de María Galindo como la muestra de arte corporal más categórica de nuestra historia contemporánea.

Como corolario y en vista de lo comparativamente analizado, podemos decir que preferimos los trabajos locales de los artistas que trabajan con el cuerpo y su imagen donde el compromiso social o político esta presente y donde los otros son verdaderamente importantes. La necesidad humana que tenemos del roce social, del sentir colectivo es enorme y nos congratulamos que nuestra ética artística todavía esté afincada en ello y no en esa muestra esquizofrénica y egoísta de ayunos y martirios auto inflingidos, propios de sociedades opulentas y aburridas de sí mismas.

Carlos Villagómez
noviembre 2007