miércoles, 11 de noviembre de 2015

RITUAL LAS ÑATITAS

Cada 8 de noviembre debes asistir al ritual de las Ñatitas en el Cementerio General de nuestra ciudad para vivir una experiencia única.


Después de caminar por los diferentes sectores del campo santo donde las familias exhiben, entre orgullosas y alegres, centenares de cráneos humanos ataviados con coloridas coronas de flores, fumando cigarros que les introducen cariñosamente, en medio de velas y hojas de coca, con bandas y música festiva, quedas literalmente abrumado porque que se trata de un ritual demoledor por su descarnada exposición del culto a la muerte.


Soy un paceño que conoce los principios y motivaciones de este ritual del mundo aymara y soy también, un amante de nuestras tradiciones y ritos. No necesito reiterar mi amor al terruño y sus costumbres. Pero, cada año que pasa, me resisto a interpretar a las Ñatitas, laudatoriamente, como una efervescencia espectacular del mundo popular que debemos aceptar sin retaceos. Seré honesto y expresaré sin remilgos que es un ritual feroz que me deja perplejo y meditabundo por muchas horas.

Ante todo, porque es un recordatorio de nuestra fragilidad humana y del vacío que provoca el misterio de la vida y de la muerte. Un recordatorio reiterado en cada urna y cada cráneo. Por más que sea tu guardián o guardiana, por más que sea tu protectora y amiga, es demasiada exposición pública del símbolo universal de la muerte. Y por más que conozcas el concepto cíclico de la vida y la muerte de nuestra cultural ancestral, debes aceptar que es una excesiva muestra colectiva del ineludible final, del otro lado, al que tú y yo llegaremos algún día.

En la ciudad de los muertos, este último 8 de noviembre, tenía la sensación de pasear entre muertos de verdad y vivos “casi muertos” que bailaban, cantaban y comían en medio de las tumbas, las ollas y las urnas. Todas y todos, por la intensidad que despliega este rito paceño, me parecían como si se ubicaran, desesperadamente y a los empujones, al principio de la larga fila que nos lleva al otro mundo. Un sentimiento muy cruel.

Y, por supuesto, para el que escribe esta nota, fue reconfortante salir y volver a la ciudad de siempre, a nuestra querida y vilipendiada La Paz, a respirar su frío aire altiplánico, a pesar que el tufillo, entre dulzón y amargo que siempre emana la Parca, continuó por algunas horas más.

Los agoreros irreflexivos de la cultura popular sabrán disculpar la sinceridad de esta declaración. A los otros, para los que la trilogía vida, amor y muerte son los provocadores universales del arte y la cultura, los invito a recorrer el próximo año a las Ñatitas con una mirada sensible y desprovista del localismo que, a veces, nos nubla el entendimiento.


martes, 18 de agosto de 2015

ESPACIO RITUAL



Si un fin de semana estás podrido de la ciudad y de tus problemas te recomiendo que tomes el camino a La Cumbre. A escasos minutos del lugar, donde muchas familias paceñas van a ch’allar, está el Espacio Ritual de Francine Secretan.
Es uno de nuestros sitios mágicos. Una de las más importantes apachetas de nuestro territorio. Un portal que divide dos mundos. El umbral natural entre el altiplano seco y frío y el oriente ubérrimo.

Chuquiago y Yungas se marcan en ese hito con una sencilla cruz lugar de ofrendas y pagos a la Pachamama. Junto a esa cruz centenaria están Maya y Paya, dos esculturas en metal pintado rojo que marcan el ingreso al Espacio Ritual.  Esas figuras encarnadas son la señal del camino a esa monumental obra que está un poco más arriba, a escasos diez minutos, y a unos 4.800 metros de altitud.

En una extensa cima están diseminadas una docena de esculturas de gran formato de la artista boliviana. En la más parca soledad andina, que nos impulsa a la introspección y reflexión de un mundo aymara no contaminado, se encuentran las esculturas distantes y apartadas. No hay nadie. Sólo te acompañan las figuras que debes verlas, tocarlas y gozarlas en un lento y pausado caminar. No hay ruido urbano. Sólo escuchas el rugir del viento que, a esas alturas, golpea inclemente. No hay  ruido visual. Sólo ves la inmensidad del paisaje, rodeado de una potente montaña de un negro cenizo y de múltiples tonos de ocres y tierras de unos ásperos macizos que, a lo lejos, cobijan dos lagunas. No se mueve nada. Sólo las nubes que llegan del trópico y se baten violentamente contra esa cornisa natural en un desenfrenado baile al borde del abismo. Ahí, en medio de la nada, se levantan orgullosas pero respetuosas, las obras de metal colorido y piedra de la artista sobre unos pedestales de hormigón con motivos e incisiones de nuestra iconografía.  

Sea por medio de un merodeo despreocupado o de una profunda contemplación, el Espacio Ritual de Secretan y la naturaleza divina entablan un diálogo que  te llena el alma, te reconforta el espíritu y te reconcilia como ser de estas montañas. Es arte que, por un lado, invita a esa catarsis y, por otro, reúne a muchos paceños y paceñas a ch’allar en sus basamentos como en cualquier huaca o apacheta alcanzando el ideal de Colombres de un arte latinoamericano que recupere la religiosidad ligada al objeto artístico.
Si visitas el Espacio Ritual, tendrás un momento de paz espiritual y desdeñarás tus vicisitudes urbanas. Y, lo más importante, te reconciliarás con un arte preñado con  propuesta estética y postura ética. Un arte que, honestamente, todavía trabajan algunas artistas en Bolivia libres del mundo bobalizado y de su necio mercado.



viernes, 1 de mayo de 2015

DE CHAUVET A PAMUK

Sobre el dibujo y sus pulsiones

Los dibujos más antiguos conocidos hasta la fecha son las figuras encontradas, providencialmente, en la cueva de Chauvet al sur de Francia el año 1994. Son dibujos de una calidad superlativa que tienen una datación de 35.000 años. Un centenar de ellos describen con genio y maestría manos, osos, rinocerontes y panteras, llegando algunos a representar el movimiento y la agitación de las bestias. Una maravillosa obra  maestra, universal y eterna, de autores desconocidos.

Desde esa fecha, tan remota como ninguna, el hombre ha cultivado, con aspereza o excelsitud,  el arte de representar el mundo exterior o de proyectar mundos oníricos con grafito, carboncillo, tintas o sofisticados medios tecnológicos y digitales estableciendo así, que el dibujo es y será un arte imperecedero. 
Más allá de los diversos estilos o las plausibles destrezas que exponen los artistas del dibujo, la persistencia e importancia de este arte en la historia nos plantean preguntas más importantes y profundas como:   ¿qué mueve al hombre a dibujar?  ¿qué pulsiones nos llevan a  representar el mundo sobre una superficie?
De los variados textos que leí sobre los impulsos que nos hacen dibujar, me inclino a pensar que la novela “Me llamo Rojo” del nobel turco Orhan Pamuk, es una de las declaraciones más sentidas. Trata sobre las pasiones y los anhelos que los artistas cultivan para representar, con trazos y líneas, su verdad artística; dicho en términos académicos: su ética y estética. La novela relata un crimen suscitado en el siglo XVI, en los tiempos de la decadencia imperial turca, que involucra a unos talleres de célebres ilustradores al servicio del Gran Sultán.  En ese marco oriental, maestros y discípulos entrelazan sus historias de pasión e intriga con bellas y filosóficas  lecciones sobre el arte del dibujo y la pintura.
Pamuk pone en boca de esos ilustradores enseñanzas artísticas de todo tipo, entre ellas, algunas parábolas que, creo, compendian ese principio humano de querer reproducir o simbolizar la realidad: la pintura y el tiempo, el estilo y la firma y la ceguera y la memoria.
En la primera enseñanza, uno de los artistas turcos declara la importancia de la atemporalidad en todo trazo o línea que pretenda ser una obra de arte. Su declaración “Lo que distingue al auténtico ilustrador de los demás  es el tiempo” nos recuerda con meridiana claridad, que todos podemos dibujar los acontecimientos de una época con cierta destreza, pero pocos quedan en la memoria universal. Y, me atrevo a afirmar, muy pocos como ese autor anónimo de la maravillosa cueva francesa de Chauvet por la magia que fluye en cada línea, en su estructura y poder de síntesis, que se potencian y energizan con el paso de los años.   


En la segunda, otro artista define al estilo de dibujar como un signo artístico del demonio y a la firma del artista como una insolencia: “un dibujo perfecto rechaza la firma. Las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección”. Aquí Pamuk evoca que un dibujo casi divino se asemeja a la manera de ver de Dios; y, por ende, no tiene un autor personificado. Es tan difícil llegar a la sublime  manifestación artística de la cueva francesa y, sobretodo en estos tiempos, ignorar la firma o la identidad del autor.
Para concluir, en la tercera parábola los ilustradores del Sultán manifiestan que gracias a la facultad de la memoria que ejercen en pleno oficio en un parpadeo o en toda una vida, el artista dibuja. Y que por esa facultad que tienen los virtuosos de  conservar, evocar o rememorar el mundo exterior, el final perfecto de todo creador sería quedarse ciego en la ancianidad. Así, en ese estado de gracia,  el artista dibujaría de memoria el mundo y sus personajes y viviría en la dicha eterna de la oscuridad, el reino donde vive Dios.

Estas reflexiones sobre la ceguera y la memoria me recuerdan, además, que en la oscuridad de la caverna de Chauvet reinaban las figuras 35.000 años para salir a la luz, en estos tiempos de baratijas artísticas, triunfantes por su belleza atemporal que define al dibujo, más que una destreza o un oficio, como una manifestación humana que debe aspirar a simbolizar lo  mundano como divino.