viernes, 1 de mayo de 2015

DE CHAUVET A PAMUK

Sobre el dibujo y sus pulsiones

Los dibujos más antiguos conocidos hasta la fecha son las figuras encontradas, providencialmente, en la cueva de Chauvet al sur de Francia el año 1994. Son dibujos de una calidad superlativa que tienen una datación de 35.000 años. Un centenar de ellos describen con genio y maestría manos, osos, rinocerontes y panteras, llegando algunos a representar el movimiento y la agitación de las bestias. Una maravillosa obra  maestra, universal y eterna, de autores desconocidos.

Desde esa fecha, tan remota como ninguna, el hombre ha cultivado, con aspereza o excelsitud,  el arte de representar el mundo exterior o de proyectar mundos oníricos con grafito, carboncillo, tintas o sofisticados medios tecnológicos y digitales estableciendo así, que el dibujo es y será un arte imperecedero. 
Más allá de los diversos estilos o las plausibles destrezas que exponen los artistas del dibujo, la persistencia e importancia de este arte en la historia nos plantean preguntas más importantes y profundas como:   ¿qué mueve al hombre a dibujar?  ¿qué pulsiones nos llevan a  representar el mundo sobre una superficie?
De los variados textos que leí sobre los impulsos que nos hacen dibujar, me inclino a pensar que la novela “Me llamo Rojo” del nobel turco Orhan Pamuk, es una de las declaraciones más sentidas. Trata sobre las pasiones y los anhelos que los artistas cultivan para representar, con trazos y líneas, su verdad artística; dicho en términos académicos: su ética y estética. La novela relata un crimen suscitado en el siglo XVI, en los tiempos de la decadencia imperial turca, que involucra a unos talleres de célebres ilustradores al servicio del Gran Sultán.  En ese marco oriental, maestros y discípulos entrelazan sus historias de pasión e intriga con bellas y filosóficas  lecciones sobre el arte del dibujo y la pintura.
Pamuk pone en boca de esos ilustradores enseñanzas artísticas de todo tipo, entre ellas, algunas parábolas que, creo, compendian ese principio humano de querer reproducir o simbolizar la realidad: la pintura y el tiempo, el estilo y la firma y la ceguera y la memoria.
En la primera enseñanza, uno de los artistas turcos declara la importancia de la atemporalidad en todo trazo o línea que pretenda ser una obra de arte. Su declaración “Lo que distingue al auténtico ilustrador de los demás  es el tiempo” nos recuerda con meridiana claridad, que todos podemos dibujar los acontecimientos de una época con cierta destreza, pero pocos quedan en la memoria universal. Y, me atrevo a afirmar, muy pocos como ese autor anónimo de la maravillosa cueva francesa de Chauvet por la magia que fluye en cada línea, en su estructura y poder de síntesis, que se potencian y energizan con el paso de los años.   


En la segunda, otro artista define al estilo de dibujar como un signo artístico del demonio y a la firma del artista como una insolencia: “un dibujo perfecto rechaza la firma. Las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección”. Aquí Pamuk evoca que un dibujo casi divino se asemeja a la manera de ver de Dios; y, por ende, no tiene un autor personificado. Es tan difícil llegar a la sublime  manifestación artística de la cueva francesa y, sobretodo en estos tiempos, ignorar la firma o la identidad del autor.
Para concluir, en la tercera parábola los ilustradores del Sultán manifiestan que gracias a la facultad de la memoria que ejercen en pleno oficio en un parpadeo o en toda una vida, el artista dibuja. Y que por esa facultad que tienen los virtuosos de  conservar, evocar o rememorar el mundo exterior, el final perfecto de todo creador sería quedarse ciego en la ancianidad. Así, en ese estado de gracia,  el artista dibujaría de memoria el mundo y sus personajes y viviría en la dicha eterna de la oscuridad, el reino donde vive Dios.

Estas reflexiones sobre la ceguera y la memoria me recuerdan, además, que en la oscuridad de la caverna de Chauvet reinaban las figuras 35.000 años para salir a la luz, en estos tiempos de baratijas artísticas, triunfantes por su belleza atemporal que define al dibujo, más que una destreza o un oficio, como una manifestación humana que debe aspirar a simbolizar lo  mundano como divino.