jueves, 27 de diciembre de 2007

ARQUITECTURA BOCETOS 12-2007

El boceto es la base de todo el proceso creativo de la arquitectura.
En él, nos indentificamos no sólo como creadores de arquitectura
sino como artistas plenos entre lo que está arriba y lo que está bajo.
Boceto para una casa en Carabuco. 2006

Boceto para la casa de Pepo. 2005

Boceto para del patio del Museo de Etnografía y Folklore. Septiembre 2005



POPCITYPOP La ciudad como obra de arte



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El arte, como concepto genérico, está abriendo su abanico de aceptación a los soportes más variados e inusuales. En un momento histórico, confuso y caótico, donde los soportes tradicionales como el óleo o la piedra aún tienen vigencia, se incorporan hoy en día nuevos medios expresivos como la instalación, el video arte o el reciente y provocador “net art”. Es tan intenso este maremagno creativo que el mismo término de arte debe reformularse y adaptarse a estos tiempos de intercambio intenso y asimétrico. Dado este panorama, si en el presente ensayo utilizamos el término de “obra de arte” o “trabajo artístico”, lo hacemos encuadrándolos en los actualmente llamados estudios de cultura visual o estudios de visualidad. Con ellos, ampliamos el campo de la estética moviendo su centro gravitacional hacia una democratización real de las obras y sus reflexiones.
A diferencia de la crítica convencional, en la FEA disfrutamos con ese estado de efervescencia creativa y creemos, ética y estéticamente, que todos los soportes son válidos. Más allá de la sumisión a los dictados impuestos por la “institucionalidad del arte”, queremos encontrar nuevos espacios dentro de la dualidad visualidad-cultura. Dicho en otras palabras, en los ámbitos que la francesa Catherine David llama subversivamente “prácticas estéticas contemporáneas”.
La búsqueda de la belleza en la cultura occidental está en entredicho. El crítico americano Arthur C. Danto dijo maliciosamente que “la belleza no volverá al arte”; esto puede recibirse con horror o escepticismo. En la FEA preferimos probar nuevas prácticas estéticas y con la mayor cantidad de caminos posibles. Como buenos diletantes proponemos proyectos polémicos alborotando así, los espíritus arcaicos y académicos. No crean que sólo perseguimos sádicos intereses, lo hacemos por el convencimiento de la naturaleza inasible del arte que se escabulle de cualquier atadura y se chorrea por donde menos lo imaginamos. Por ello, ahora, la Fundación de Estética Andina se da el gusto de proponer que: la ciudad de La Paz es nuestra mayor obra de arte.

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En 1966, el finado arquitecto italiano Aldo Rossi escribió un texto trascendental para el entendimiento de los hechos urbanos como obra de arte. El pequeño libro “La arquitectura de la ciudad”
[1] transformó las bases del entendimiento del problema urbano trastocando la visión científica y urbanística por una visión culturalista y artística. En ese ensayo Rossi abogaba por una lectura diferente, afirmando que “en la naturaleza de los hechos urbanos hay algo que los hace muy semejantes, y no sólo metafóricamente, con la obra de arte; éstos son una construcción en la materia, y a pesar de la materia, son algo diferente: son condicionados pero también condicionantes”[2]. Rossi se apoya, para ello, en varios autores, uno de ellos, el americano Lewis Munford, que manifiesta “la ciudad es un hecho natural, como una gruta, un nido, un hormiguero. Pero es también una consciente obra de arte, y encierra en su estructura colectiva muchas formas de arte más simples y más individuales”.
Con esa visión debemos entonces ver a la ciudad de La Paz como nuestra “mayor obra cultural” o como “nuestra mayor obra de arte”, edificada y construida por todos los paceños, vivos y muertos, en un persistente trabajo de acumulación artística. Se trata de mirar a la ciudad en su compleja “artisticidad” para entender nuestros más profundos arcanos.
Por el carácter polémico de esta lectura debemos evitar el objetivismo y el subjetivismo que adjudican calificativos de belleza o fealdad a cualquier obra de arte. Es preferible otra lectura inscrita en los estudios de la cultura visual, mirando a la ciudad como un aporte colectivo y acumulativo sobre un “lienzo natural”, nuestro soberbio valle andino. A los artistas o habitantes de esta sociedad les fue encomendado construir sobre este sitio las prácticas estéticas correspondientes a su espíritu urbano en diferentes espacialidades y temporalidades a modo de zonas, calles, monumentos y arquitecturas. Van casi cinco siglos de acopio desde que el alarife Paniagua impuso a traza y cordel las primeras líneas de esta confusa obra.
Para empezar a desarrollar esta idea es fundamental un esbozo acerca de la importancia que la “voluntad humana” ejerce sobre cualquier obra artística. El trabajo topográfico de Paniagua puede equipararse, salvando las diferencias de técnica, al primer trazo a carboncillo que cualquier artista ejecuta al inicio de una pintura. Dependiendo de la destreza del artista, el control de la armonía es un objetivo que guía al artista. La preocupación de un todo unitario es quizás el rasgo fundamental de toda obra individual, sea ésta de un refinamiento exquisito como el logrado por Alfredo La Placa, o de una fuerte agresividad como un collage de Rauschemberg realizado con basura. Este argumento es igualmente válido para los artistas, actualmente llamados productores de ideas, que buscan también una coherencia temática. El mensaje se explicita mejor en las obras que poseen esta calidad unitaria; que más allá del unitarismo de estilo, se basa en una sutileza que es expresividad y potencia de la voluntad humana.
El problema se manifiesta cuando la obra tiene como autor a un complejo y variopinto equipo colectivo conformado de muchas generaciones. Ahí comienzan las paradojas. Como nuestra ciudad es el resultado de una sociedad multifacética, es imposible conservar un carácter unitario y homogéneo que lleve con predisposición ese gobierno de la “voluntad humana” tal como sucede en el trabajo del artista individual. Estamos ante una creación urbana que lleva la consigna de García Canclini de la “heterogeneidad multitemporal”, que es abigarrada, confusa y difícil de desentrañar con los recursos del pensamiento moderno.
La permanencia y la coexistencia de múltiples expresiones sociales de diverso rango cultural, han desarrollado en La Paz esta obra perturbadora. Para justificar los calificativos seguimos el desglose que propone Rossi al sujeto de estudio y verificamos el estado de nuestras áreas urbanas, nuestros barrios y nuestras arquitecturas. No es mucho denigrar afirmar que ellos están signados por una pérdida de memoria y han devenido en subproductos que alteran constantemente nuestra capacidad de asimilación y fracasan en el intento de una catarsis colectiva con algún placer estético. Sin embargo, por la potencia que esta ciudad trasmite, debemos superar esta primera impresión y debemos, con una lectura más sutil, reinventar memorias y readecuar nuestras aceptaciones para abordar esta compleja y multisignificante obra de arte.
Identificando con mayor agudeza al mecanismo responsable de esta incongruencia receptiva, Rossi nos adentra en las culpabilidades afirmando que “la naturaleza de este problema está plenamente relacionada con la arquitectura de la ciudad”
[3]. Aquí podemos ser expeditos y culpar a los arquitectos como los responsables de las peores pinceladas a este lienzo urbano. Sin embargo, ¿los arquitectos son los únicos culpables? No totalmente, la obra construida por arquitectos en esta ciudad no debe ser mayor a un 40% de lo edificado. La gran masa edificada es autoconstruida libre y democráticamente, es decir, nuestra mayor obra de arte es, en definitiva, una expresión colectiva y no de un grupo en particular.
Pero, insistimos en preguntarnos ¿por qué esta obra no genera empatía con su colectividad?, ¿por qué tanto amor al sitio, a la atmósfera y a las montañas y tanto desagrado colectivo por lo edificado por el hombre? Sin caer en una adjudicación de valores innatos a la materia, postulado del objetivismo, y sin caer tampoco en la perniciosa benevolencia del “todo depende con el cristal con que se mira” del subjetivismo, caben breves comentarios acerca de este desfase estético. Quizás las respuestas debemos buscarlas nuevamente en el concepto de la voluntad humana. La obra de arte o si prefieren la práctica estética contemporánea, es siempre una expresión de la voluntad social en determinado tiempo y lugar. Al mencionar voluntad, nos referimos a esa “potencia del alma que mueve a hacer o no hacer una cosa”, a esa firmeza ética que debe estar presente en el ejercicio creativo del arte y a esa intención de transformar el mundo que nos rodea. Analizando en esa línea, creemos que nuestra voluntad humana ha sido el ejercicio a ultranza de la “democracia morbosa” propugnada, cuándo no, por la clase política y expandida por los grupos de massmedia que también rigen en esta sociedad. La falta de coherencia es debida pues, a una mezcla ponzoñosa de libre albedrío e incapacidad rectora de las clases dirigentes. Pero entiéndase bien esa sentencia, el problema no está en el ejercicio de la libertad en sí sino, en la baja aspiración de esas expresiones.
A ese precario nivel de aspiraciones culturales se suma la violenta coexistencia de múltiples sociedades y tribus urbanas en nuestra ciudad. No se trata aquí de un “melting pot” americano, que basa su riqueza en el mestizaje obligado, sino más bien de la convivencia de grupos con permanencia inalterable de costumbres no sincronizadas a los valores impuestos de la modernidad y la globalización. Esta inadecuación, social y cultural, a los esquemas de desarrollo material que impone occidente nos impidió encontrar con claridad nuestros derroteros; por ello debemos, a la par de nuestros cambios sociales y políticos, definir una estética acorde a nuestro tiempo, entendiendo que ésta ya no será unidimensional, sino que se inscribirá en lo que las nuevas visiones sociales llaman las “múltiples modernidades”
[4].
C. Greenway aseveraba que “la alternativa a Picasso no es Miguel Ángel, sino el kitsch”
[5], y con ello marcó un camino hacia nuevas prácticas artísticas y de renovación estética. Aunque el término kitsch no es de nuestro agrado para la propuesta que presentamos, es importante recordar que “ha dado triunfalmente la vuelta al mundo, vaciando y desnaturalizando culturas autóctonas, hasta el punto de que esta en camino de convertirse en la primera cultura universal”[6]

3

Es fundamental referirse a esta obra colectiva de arte ampliando la visión hacia otras expresiones como la música y los sonidos, el mundo de los movimientos urbanos y las danzas, el mundo de la gráfica y las imágenes que son, sin duda, parte constituyente y en algunos casos, modeladoras de la forma urbana. De todas ellas, el mundo de la representación folklórica ha calado profundo en la construcción de esta obra y, siguiendo el razonamiento de Stam y Shohat
[7] sobre la importancia de las “subversiones carnavalescas” que se dan el tercer mundo, damos un lugar fundamental a este grupo social emergente en la creación de la llamada “arquitectura chola” y su influencia en la simbólica urbana.
La Paz tiene en sus calles y plazas las entradas folklóricas más intensas y embriagadas del mundo andino. Baile, música y bebida se entrelazan en una fiesta urbana interminable. En un marco de tolerancia extrema, la ciudad se entrega a los excesos del baile y la bebida; entendiendo que el uso del alcohol en esta embriaguez colectiva es un “lubricante social” necesario e imprescindible para nuestra parca manera de ser, que estimula el acto de compartir y socializar en medio de la danza y de la música.
[8]
Como una recuperación de costumbres ancestrales del mundo rural, las entradas folklóricas han crecido en cantidad y calidad en el siglo XX. La fiesta del Señor de Gran Poder es la más importante de todas y renueva ritos y bailes en la fecha variable de la Santísima Trinidad, que se sitúa en el mes de junio. Nacida bajo el sostén y el apoyo de una nueva y floreciente casta comercial, que desde mediados del siglo XX goza de un envidiable crecimiento económico, el Gran Poder es el reflejo de la pujanza de una burguesía chola que ahora está presente en el imaginario colectivo con más carisma que el poder municipal o el estado formal. Agrupando casi un centenar de fraternidades de danzantes y bailarines de Diabladas, Morenadas, Tinkus y Llameradas, entre otras, su poder se manifiesta protocolarmente por medio de un selecto grupo de dirigentes y artísticamente por los artesanos que renuevan la simbólica de la fiesta.
Afincado en la pendiente oeste de la hoyada paceña, este grupo de nuevos jerarcas urbanos tiene mayor influencia en la sociedad que la ejercida por cualquier otro grupo social y dispone de todo el poder económico para seducir a los imaginarios urbanos con muestras de una solvencia que se evidencia en las juntas directivas o en los “pasantes”, que se renuevan anualmente. Cada año la fiesta de Gran Poder remoza a esos influyentes dirigentes en actos ceremoniosos y muy protocolares, descritos por Albó y Preiswerk en el estudio que realizaron de esta fiesta: “Los pasantes o prestes son los que corren con la mayor parte de los gastos extraordinarios. Gracias a ellos elevan su prestigio y status. Su contribución se desarrolla en un contexto ritual. El matrimonio pasante es presentado y nombrado formalmente durante la recepción social que se tiene después de la Entrada, en la celebración del Alba, el día siguiente, domingo por la mañana. Ya en los ensayos es corriente que el pasante reciba billetes que son ostentosamente prendidos en su terno o vestido.”
[9]
El Gran Poder se manifiesta como un verdadero alarde de poder económico, que es multiplicado en el escenario de la ciudad formal. Es el espectáculo masivo y colectivo por excelencia de la ciudad de La Paz, donde el color, el movimiento y la música son los ingredientes de una teatralidad urbana de gran participación popular que ha ido tomando paulatinamente los espacios urbanos de la colectividad formal y de la clase alta urbana. A partir de los años 70 del siglo XX, esta fiesta tiene una gran difusión por los medios de prensa y televisión, transformándolo en un evento colectivo trascendental para esta ciudad. El programa “Los Principales” de Fernando Espinoza que se difunde por el canal de televisión más popular de La Paz (RTP), es el altavoz de una sociedad emergente que muestra a esta ciudad nuevos ritos protocolares y de urbanidad, que mezclan costumbres de rasgos occidentales con ceremonias mestizas, mucho más creativos que el ceremonial de la burguesía excluyente y clasista. Estos eventos de nuevo cuño son ahora la norma de conducta social de estos sectores populares y por ende de la ciudad toda. Una mezcla de parsimonia y de afectación rodea a estas nuevas prácticas sociales donde palpita una socialización de la libertad urbana sobre las normas establecidas y donde la colectividad suelta amarras a sus entusiasmos y a sus pasiones contenidas.
Son cuatro décadas de transformaciones fundamentalmente culturales del paisaje urbano de la ciudad de La Paz y por consiguiente, son aportes decisivos a nuestra mayor obra de arte. Gran Poder ha incorporado estas mutaciones y ha gestado en el paisaje urbano una estética “chola” que poco a poco está dando una nueva imagen, bizarra y compleja, a la ciudad de La Paz. Este carnaval urbano es el aporte coreográfico y escenográfico más importante que se ha impuesto sobre los imaginarios de fines del siglo XX y en los inicios de este milenio. Con esta contribución, comienzan a destacar nuevas formas que evocan ensoñaciones y resonancias de una mezcla extraña entre lo ancestral y lo contemporáneo, de una amalgama perversa entre lo propio y lo ajeno, entre lo urbano mestizo y lo rural indígena. Una estética de la fragmentación y la indeterminación.

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Ante este mosaico de creatividad multifacética, la Fundación de Estética Andina esta elaborando modelos y registros para el desarrollo de una Estética Policéntrica. Con esos registros artísticos establecemos este momento histórico de nuestra práctica estética urbana como el estadio de la “Prospectiva Chola”, como una categoría de estética local dentro de una propuesta alternativa con identidades de resistencia por ser “generadas por aquellos actores que reencuentran en posiciones/condiciones devaluadas o por la lógica de la dominación por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad”
[10]. En esa línea es que estamos proponiendo nuevas apropiaciones para el mundo artístico, que además de renovar las bases de la estética occidental, marca límites con la institucionalidad del arte en nuestro medio. Conscientes de la debilidad estructural e intelectual de este último estamento, nuestra propuesta genera nuevos espacios de debate y de propuesta con la certeza de que “la cultura visual de toda sociedad contemporánea y los textos generados por ellas, son múltiples, híbridos, heteroglósicos y caracterizados por trayectorias, ritmos y temporalidades múltiples”[11], y no por el despliegue altisonante de un grupo desclasado de nuestro reducido medio artístico.
Estos registros y modelos deben ser lo suficientemente irónicos y mordaces para superar la globalización del gusto y las aceptaciones irreflexivas del lenguaje y el estilo dominante. Esta recopilación tiene el objetivo de desarrollar la gramática y la sintaxis de un nuevo lenguaje arquitectónico y artístico en concomitancia con los escenarios urbanos y sus usuarios: la ciudad como un medio y como un fin estético.
La recopilación de los registros fotográficos (la gráfica, lo urbano y lo arquitectónico) y los sonoros y de movimientos (videos y tapes, etc.) será realizado de manera tendenciosa para la reformulación de nuestros patrones de consumo estético. Como ejemplo de ello, una de las partes constituyentes de ese registro es la realización de trasgresiones estéticas. La serie de “Lo Feo y lo Bonito” incluye una comparación fotográfica de ejemplos arquitectónicos y urbanos, de lo universalmente aceptado como portador de la belleza atemporal con ejemplos de lo urbano y arquitectónico de nuestra ciudad. En esta dualidad inscribimos en las imágenes textos paradójicos y contradictorios con el ánimo de fomentar las disparidades y los desencuentros con nuestra formación estética y cultural. Este recurso cáustico, mordaz e irreverente, permite nuevas lecturas en la contemplación artística. Empero, es necesario entender que la serie de “Lo Feo y lo Bonito”, no es un recurso de la condescendencia pequeño burguesa ilustrada, que aprueba con moral judeocristiana lo construido por los desplazados de nuestra ciudad, sino tiende más bien, a ser un recurso trasgresor pero sobre todo incluyente, porque la ironía es especular.
Junto a estas recopilaciones trasgresoras, se desarrollan otras más, donde se registran gráfica, música, danza, sonidos, coreografías y teatralizaciones urbanas. Con el conjunto se abre un abanico en el que se analiza sobre la dualidad y la paradoja como la esencia del ethos del hombre andino. Sin ánimo de establecer un panegírico del habitante y su medio, muy propio de la posmodernidad y su pensamiento político, tendemos más bien, al reconocimiento pleno de la existencia en nuestra mayor obra de arte de poderosas identidades de resistencia.


Fundación de Estética Andina. Carlos Villagómez.
12 de octubre de 2007



[1] Aldo Rossi, “La arquitectura de la ciudad”, Ediciones Gustavo Gili, Barcelona, 2004.
[2] Rossi, op. cit.
[3] Idem.
[4] S. N. Eisenstadt, “Multiple Modernities”, Deadalus, Winter 2000.
[5] Clement Greenway, “Arte y Cultura” Gustavo Gili, Barcelona, 1979.
[6] David Estrada, “Estética”, Editorial Herder, Barcelona, 1989.
[7] Robert Stam, Ella Shohat; “Unthinking Eurocentrism”. Routledge, 1994.
[8] Saignes, Thierry; compilador. “Borrachera y memoria”. Hisbol. La Paz, Bolivia, 1993.
[9] Albó S.J., Xavier y Preiswerk, Matías. “Los Señores del Gran Poder”. Editorial Alentar. La Paz, Bolivia, 1986.
[10] Manuel Castells, “La Era de la Información”, Siglo XXI Editores, México, 1999.
[11] Robert Stam, Ella Shohat, “Unthinking Eurocentrism”, Routledge, 1994.

LA MORAL DEL OBTURADOR



A primera vista, el título de este artículo es un sinsentido. El obturador de una cámara fotográfica no puede tener moral en sí y no puede diferenciar entre el bien y el mal, pero si consideramos al mismo como parte consustanciada del fotógrafo, prolongación de su materia, es casi imposible separar al sujeto, y por consiguiente su moral, de su instrumento de creación. Cuando estamos frente a una cámara fotográfica, el objetivo manda en ese instante suspendido. Nunca nos interesamos por el fotógrafo en sí y más bien fijamos nuestra atención y nuestras posturas en ese instrumento mecánico, nos quedamos quietos, sonreímos y fingimos una pose para la instantánea. Mucho se discute sobre la validez moral de ese instante, pero la fotografía irrumpió sin permiso en nuestra intimidad y hasta la fecha nos deleita o nos angustia entrometiéndose en nuestras vidas y en la de los otros. Con ese envidiable gobierno la fotografía es usada –además- por algunos artistas que utilizan su cuerpo como medio expresivo, con su obra subimos la tensión a una mezcla ideal, para el análisis de la imagen y la moralidad de nuestro tiempo.

Pero ¿esa ética de la imagen puede ser universal y sin matices locales? Con ese cometido reunimos experiencias del norte y de fotógrafos de nuestro medio, que retratan el cuerpo para, a través de su trabajo, conocer los límites donde ambas experiencias se tocan y, por consiguiente, se separan; límites que nos dan signos claros de la diversidad moral que diferencia la artisticidad del norte y la nuestra. Los artistas analizados del norte, que fueron además seleccionados con una vara extrema, están en una ética del ensimismamiento perverso, que no es más que la expresión plena de su arraigado egoísmo eurocentrista que, a veces, se disfraza de un paternalismo asistencial como descargo de culpa. Ellos están en las antípodas del horror y el escarnio en comparación a la ética de socialización que embarga a los artistas de nuestro medio. Y es una alegría que así sea. Las intenciones subyacentes de los artistas locales apuntan más bien a una ética de la socialización y del compromiso político. Aquí aún reina -entre los artistas- la moral de entrega, aunque ésta tenga raíces en una moral judeocristiana en sincretismo con pervivencias precolombinas.

Esta conclusión sobre las diferentes éticas entre los artistas del cuerpo fotografiado, parecería algo maniqueísta, pero el análisis de la selección realizada nos lleva a afirmar que aquí todavía existen buenos tipos y allá, al retratar un comportamiento extremo y al fijar en la imagen instantes crudos e intensos mucho más allá del comportamiento común, parecen estar algo desquiciados. Sin ser un crítico pechoño, diría al menos es un comportamiento insalubre.

Veamos entonces las experiencias. Del norte seleccionamos dos artistas: uno por que es la representación viva del arte abyecto y otro por que está en los límites de la pornografía y lo vulgar:

David Nebreda nació en Madrid el año 1952. Desde su juventud padece una esquizofrenia aguda que lo llevó a múltiples encierros y tratamientos. A pesar de ello, estudió Artes Plásticas y ahora crea una obra canalla y vil. A cierta edad, Nebreda decidió encerrarse en una habitación a ensayar los martirios y auto padecimientos más extremos que el arte contemporáneo haya conocido. Con abstinencias que terminan por dejar a su cuerpo como un saco de huesos con vida, Nebreda corta, punza y penetra esa maltrecha humanidad en busca del objetivo de su vida artística: “el doble fotográfico”. Ese cometido es explicado en sus palabras como el renacimiento, en las placas fotográficas, de su verdadero yo; para ello, debe terminar por desgarrar su cuerpo físico, en busca de la regeneración hacia ese otro doble.

Sangriento cometido. Para la tradición judeocristiana el martirio es un camino para la redención, pero el martirio auto inflingido es motivo de psicoanálisis. Las imágenes siniestras que Nebreda presenta son mecanismos extremos de la purga demoníaca. Incapaz de verse en un espejo, Nebreda arma su padecimiento con extrema pulcritud, ordenando sus instrumentos de tortura y llevando meticulosamente una documentación fotográfica como si se tratara de una sesión quirúrgica. Es paradójico que, en su condición mental, el gobierno de la técnica fotográfica sea evidente, la puesta en escena, la luz y la composición, de cada autorretrato son impecables. Cuando la revista francesa “La Voz de la Mirada” le preguntó al respecto, Nebreda respondió que “su norma de vida es la regla y la disciplina, yo realizo los autorretratos conforme a la regla, es todo”. De esta manera, y desde hace quince años, este “enfermo” ha creado una ingeniosa logística para su trabajo fotográfico que le permite autorretratarse en soledad evitando con telones una imagen especular.

El desgarrar y el descarnar el propio cuerpo se presta a una filosa interpretación de la moral. Para él es ahí donde “está precisamente la diferencia entre la idea de amoral y de inmoral. Y por eso estimo que mi trabajo es difícil, el se desarrolla en una zona fronteriza delante de la moral, sin ser por ello inmoral. Es más amoral que inmoral. Lo amoral es la moral trascendente.” Así con el uso de mierda, sangre y otros fluidos corporales (a excepción tajante del esperma) y sin practicar el arte terapia o el arte sadomasoquista, este artista usa estrategias de auto agresión para lograr su objetivo estético. Nebreda se sublima enterrándose en sus propios excrementos como la sirvienta de la película de 1968 Teorema de Pasolini, que termina enterrada en vida y creando con sus lágrimas una fuente de sanación. No es alarde afirmar que es el artista ibérico más atroz que conozca la historia.

Por su parte, Pierre Radisic nació en Bélgica en 1958 y estudió Arte en la prestigiosa Escuela de La Cambre en Bruselas. En 1982 sus autorretratos compartidos con su compañera Anne Bernard llamados “Paisajes Pornos” levantaron críticas y aplausos por su descarado acercamiento a los límites de la pornografía. Consecuente con su gusto juvenil y voyeuresco, Radisic reunió las fotografías que se tomaba en cada acto sexual que compartía con Anne y en ellas encontró signos de una idea artística. Reunidas en grupos, estas fotos adquirían un sentido de complementariedad y completitud como si se tratarán de paisajes corporales o de topografías del placer. Una a una no significaban mucho, pero en grupo suspendían en el tiempo la delicia inigualable que nos produce el sexo.

Con esa intención artística, Radisic y su pareja decidieron ir más allá y no escatimaron esfuerzos en recrear las poses y los aderezos más promiscuos a sus sesiones amorosas y por consiguiente a sus retratos. El armado final es una mezcla de pieles y de extremidades que forman efectivamente paisajes que van recreando otros mensajes que los que darían fotograma a fotograma. Sin embargo, es casi imposible no seccionar cada paisaje y empezar a reconocer mórbidamente los detalles del acto sexual o de sus preludios amorosos. Radisic crea esa doble tensión con sus armados fotográficos, una totalidad correctamente compuesta y una singularidad plena de sentido porno, que a todo ser humano nos despierta la visión desnuda y abierta de un sexo femenino encarado por un enérgico pene. Imposible de evitar esa doble mirada con lo cual la paradoja está planteada: arte sí, pero pornografía también.

Oscar Wilde decía que hay dos cosas que no nos podemos explicar: la muerte y la vulgaridad. En esa línea irónica nosotros tampoco podríamos explicarnos el sentido moral de las obras de Radisic (Premio Nacional de fotografía en Bélgica) sin pensar que, no es ni más ni menos, que la representación de un exacerbado ego erótico, si lo vemos artísticamente hablando, o de un simple voyeurismo hecho público. Ambas opciones son al final muestras de un ensimismamiento de la moral que mueve a los artistas del norte.

En contraposición a ellos, hemos seleccionado algunos artistas bolivianos que trabajan con su cuerpo o el cuerpo de otros para construir nuevos significados y sensaciones. Una primera mirada nos hace suponer que a comparación de los casos extremos analizados, los artistas nuestros son tiernos y apocados. Cuando Cecilia Lampo decidió inmiscuirse en nuestras vidas a través de su obra “Formas de ser” en la que fotografió a seis personajes semidesnudos, acompañados de algunos objetos de su interés, al menos pidió permiso. Lampo armó con esas imágenes unos paneles de fondo metálico que recrean la vida de un rockero, un artista o una mujer de leyes. Mostró sutilmente algunos pedazos de piel y nunca se permitió regodearse con las partes íntimas, porque ni ella ni los retratados hubieran estado a gusto con tamaña intromisión. Esta obra debe ser analizada tal como fue montada en la galería. Todos los paneles estaban en el piso, armando conjuntos de cada manera de ser y planteando un recorrido -una promenade al espectador- que se debía seguir y que al final aparecía más como un homenaje a la simpleza de nuestras vidas, antes que un como un ensalzamiento a nuestros egos. Si los paneles hubieran sido colocados en los muros el mensaje hubiera sido otro. En el suelo éramos lo que éramos: unos simples mortales que acabaremos, ahí abajo, con nuestros cuerpos y nuestros pocos objetos de valor.

Por su parte Galo Coca, a través de su línea artística, decidió -en el taller “El Quinto Pasajero”- regalar un performance a unos artistas europeos que visitaban La Paz. El artista se ubicó en un extremo del patio de una casa colonial del centro paceño, para desnudarse y escribir sobre su cuerpo la letra del himno nacional. Una vez terminada la escritura se vistió nuevamente y se retiró del espacio. El mensaje de Galo Coca fue simple y claro: llévense de aquí la imagen de un paceño desnudo y patriota a diferencia de ustedes, artistas europeos que ya me aburren con el rollo de ser artistas globales y sin referente patrio. La sentencia de Rem Koolhass “Fuck the context!!” es un claro ejemplo de esa voluntad en extremo personalizada, sin asidero y moralmente descarada. Los trabajos de los artistas europeos en esa experiencia estaban en ello, tanto los que “conceptualizaban” en extremo su obra, para disfrazar su mediocridad, como aquellos paternalistas que trataban de interactuar con la sociedad paceña. A ellos, la obra de Galo Coca mostró a flor de piel, la vigencia de valores plenos que revientan de orgullo en esta sociedad.

Otro ejemplo es el trabajo de Gastón Ugalde quien siempre genera con su arte sentimientos antagónicos que después se traducen en muestras de admiración o de rechazo, pero nunca de indiferencia. En 1998, convenció a una comunidad del norte de Potosí para realizar una serie fotográfica de los ancianos y ancianas de ese perdido grupo de los andes bolivianos. Todos sabemos de nuestra reserva a mostrarnos desnudos. Los habitantes del ande, por la inclemencia de nuestro clima altiplánico, nacimos arropados y moriremos igual. La sola idea de aparecer desnudos nos agobia y a diferencia de cualquier habitante del llano o la costa, rara vez nos reconocemos socialmente desnudos. Por esa característica de nuestro ethos, es valorable tal poder de convencimiento, para que una comunidad del campo decidiera desnudar a sus ancianos. Ugalde lo logró y con ello, suspendió en el tiempo las imágenes más lacerantes de nuestra iconografía corporal. Cuerpos lastimeros, cuerpos surcados de arrugas y de dolores, topografías de la afrenta. Sobre fondos oscuros que hacen destacar la ignominia. Ugalde nos recuerda el destino inescrutable de nuestras vidas. Si tenemos suerte y llegamos a viejos, esa será nuestra imagen, ajada y seca de tanto gozar y de tanto sufrir. Sacos arrugados que envuelven osamentas rendidas de tanto levantarse, son los testimonios de esta serie desgarradora, quizás la muestra más intensa de nuestra historia de la imagen y de los desnudos. La muerte nos aterra, pero su antesala nos deprime; más aun, si la muestra es de unos seres olvidados por la historia oficial, es la galería descarnada de los miserables de nuestra sociedad que despiertan más sentimientos y tensiones que cualquier “magnífico” desfile de la belleza plástica que aparece todos los días en los medios locales.

Artistas del cuerpo existen en todas las realidades, pero pocos son aquellos que, por razones difíciles de explicitar, son capaces de convocar y trascender con una inusual potencia. De ellos, tenemos en nuestro medio dos experiencias relevantes: Joaquín Sánchez y María Galindo del grupo Mujeres Creando. Ambos artistas son ejemplos de un cuerpo imantado, aquel organismo que nos atrae sin darnos respiro con una particular voluntad artística, por una vigorosa intención creativa. Respiran por los poros su artisticidad. Son entidades imantadas que pueden realizar obras que convocan y con ello pueden resignificar los mensajes a su antojo. Joaquín Sánchez realizó decenas de veces, tanto en Bolivia como en el exterior, su performance “Tejidos” al punto tal de ser quizás la obra, en esa línea, más vista de la historia contemporánea del arte boliviano. Con una pulcritud y sincronía admirables realiza en una tina circular movimientos en concordancia con imágenes proyectadas sobre su cuerpo desnudo y afeitado. Mensajes de gestación, del líquido amniótico, de reminiscencias culturales, del nacer, del flotar, del gozar, del entretejer etc., son las múltiples interpretaciones que el público recoge de tan tremenda experiencia estética. Cada cual realiza su lectura y cada cual sale satisfecho con el intercambio que Joaquín propone. La clave del éxito está en el poder de transmisión que emana, el poder de interactuar con el que lo mira, el poder de generar ese territorio ambiguo de la belleza manifiesta y del estupor expectante. En las obras en las que Joaquín Sánchez decide usar su humanidad, el resultado siempre es el mismo, el de un llevadero intercambio con su interlocutor que por un momento entra en trance, en respuesta a esa natural imantación que emana.

En esa línea, pero con mayor sentido político están las obras urbanas de protesta que María Galindo viene ejecutando hace algunas décadas atrás. Convencida de que su obra no es arte y sí es activismo callejero, María Galindo se inscribe en lo que Catherine David llama nuevas prácticas estéticas, aquellas que están más allá de los muros de la galería de arte convencional y burguesa. En esta sociedad machista, María Galindo ha convocado a una reflexión de su postura política en pro de la mujer y su destino; buscando siempre en sus obras el contacto físico violento entre ella y sus represores y con el uso de pintura a modo de sangre a borbotones ha marcado nuestra sociedad y creado un imaginario colectivo, algo de lo que muy pocos artistas pueden jactarse. Recrear memorias, revolver nostalgias, y generar sueños de transformación son respuestas colectivas que sólo el poder de los medios de comunicación y toda su parafernalia pueden construir. Ella y su grupo han logrado en este tiempo de cambios seculares, establecer las bases de una nueva práctica estética con el uso de cuerpos henchidos de discurso político, rebosantes de compromiso y ética, con un mensaje simple y contundente que los partidos tradicionales deberían aprender: una acción llevada por una moral inquebrantable. A pesar de su rechazo, nosotros calificamos al trabajo de María Galindo como la muestra de arte corporal más categórica de nuestra historia contemporánea.

Como corolario y en vista de lo comparativamente analizado, podemos decir que preferimos los trabajos locales de los artistas que trabajan con el cuerpo y su imagen donde el compromiso social o político esta presente y donde los otros son verdaderamente importantes. La necesidad humana que tenemos del roce social, del sentir colectivo es enorme y nos congratulamos que nuestra ética artística todavía esté afincada en ello y no en esa muestra esquizofrénica y egoísta de ayunos y martirios auto inflingidos, propios de sociedades opulentas y aburridas de sí mismas.

Carlos Villagómez
noviembre 2007

LA NACION CLANDESTINA


Glauber Rocha decía: “Un país subdesarrollado no tiene porqué tener un arte subdesarrollado” y en 1989 Jorge Sanjinés demostró tal afirmación ganando con su obra “La Nación Clandestina”, la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián, el mayor lauro internacional a nuestro cine y quizás también, el mayor reconocimiento a una obra de arte boliviano. No por nada se afirma que el cine es el único arte capaz de acompañar a la modernidad, ante el escaso interés que las otras artes visuales generan.
“La Nación Clandestina” es una obra maestra, tanto por su guión como por su dirección, que retrata la historia de un indio desarraigado que se mueve entre desplazamientos y vuelcos a su propia identidad. Es quizás la obra cumbre del grupo Ukamau por la sutileza conque se narra esta historia que es una manera muy alejada del maniqueísmo político que se sintió en otros trabajos del cineasta.
En una interminable caminata Sebastián Mamani decide retornar de la ciudad de La Paz a su comunidad para redimir sus culpas y exorcizar, a través del baile del Jach'a Tata Danzanti, sus demonios identitarios. Ese transcurso es llevado en la película como una alegoría de los territorios que transitó el protagonista y le permitió a Sanjinés reunir, en flashbacks, pasajes de la vida de Sebastián que van desde su niñez en el pongueaje, su llegada a La Paz, hasta su violento proceso de corrupción humana en una sociedad urbana. La obra tensiona polaridades de nuestra realidad en un exquisito contrapunto de imágenes y diálogos: el infinito y desamparado campo vs. el intenso abigarramiento urbano; el principio comunitario del habitante rural vs. la individualidad desorientada del protagonista; el idioma aimara del indio desplazado vs. el castellano moteroso del k’hara o del cholo citadino y nuestro sincretismo religioso entre muchos otros temas. En un continuo vaivén entre estas paradojas de nuestra sociedad, Sanjinés arma una historia convincente con actores no profesionales del que destacamos un atildado Reinaldo Yujra en el papel principal. Con ese rostro hermético y huesudo, con la boca casi siempre desesperadamente entreabierta, Yujra nos lleva desde el inicio a seguirlo en toda su actuación. Y esto es digno de destacar porque siempre sostengo que la actuación, burdamente teatralizada y previsible, es uno de los puntos flacos que acarrea nuestro cine y lo hace mediocre hasta el aburrimiento.
De tanta indefinición personal a Sebastián no lo quería nadie. Ni los k’haras o cholos de la ciudad ni los de su propia comunidad; ni los rojos en continua huida ni los milicos o sus esbirros; ni sus amigos ocasionales y ni siquiera su propio padre. Sólo tiene el apego y el amor de una mujer que en una escena maravillosa lo arropa y lo alimenta cuando se encontraba sólo, expulsado de su territorio, desnudo y soterrado en un hueco como en cualquier chullpar de enterramiento prehispánico. Amor y muerte se reúnen sutilmente en esa imagen. Sanjinés recrea en la penumbra del momento los arcanos de siempre y nos anuncia la próxima muerte de Sebastián, ser desarraigado y al que sólo le queda el amor incondicional de su mujer, el único territorio del cual jamás será exiliado.
Además de las virtudes del guión, debemos reconocer el valor de llevar a cabo la tesis que Sanjinés llama el “plano secuencia integral”, por el control minucioso que se debe ejercer cuando se trabaja con un grupo de actores no profesionales. Sostener la acción por varios minutos y envolver con la cámara los momentos y los detalles sin cortes es una hazaña que ha debido costar mucho esfuerzo y sobretodo ejercer al límite su experiencia ya acumulada. Del centenar de tomas en plano secuencia que el reconoce, me quedo con tres que son soberbias: la visita a la casa del artesano mascarero donde la cámara empieza lamiendo los muros del patio y termina en la mascara del Jach'a Tata Danzanti, después de pasear por una conversación; la borrachera del protagonista en su casa, que comienza en la puerta y termina con Sebastián en el suelo en medio de ataúdes apoyados en los muros, en una alegoría al beber que es, sabemos bien, como matarse de a poco; y la de la fiesta en homenaje a su posesión como autoridad de su comunidad donde se evidencia, con el “plano secuencia integral” el tiempo aimara circular, con la cámara revoloteando junto a los músicos y los danzantes.
Después de muchas decepciones, Sebastián consigue volver a su comunidad para cumplir con su planificada danza mortal. La tremenda mascarota del Jach'a Tata Danzanti llena la pantalla y comienza el baile ritual con una cámara que no cesa de girar hasta que el protagonista logra su cometido. La obra se cierra pero también se abre como toda propuesta estética bien concebida y, como sentenció Leonardo García Pabón, es un “morir para volver”; y en esta narrativa plena de circularidades, Sanjinés cierra el círculo con otro Sebastián renovado, que como último deudo en su propio cortejo fúnebre, mira desdeñoso y altanero al mezquino territorio donde deambuló incansablemente.

Carlos Villagómez.
noviembre 2007