sábado, 9 de agosto de 2014

ÁNIMAS



Al sur de La Paz se encuentra otra ciudad, una de arcilla y cielo que está  deshabitada de día y poblada por almas de noche y que es, sin duda, la más bella por natural y divina: el Valle de las Ánimas.
Este sitio natural de casi 2000 hectáreas y a muy pocos kilómetros de la mancha urbana (una real mancha) es único, soberbio y maravilloso. Yo, que soy tan afecto al abuso de los adjetivos calificativos debo controlarme. Pero es tan difícil reprimir esa manía porque los sentimientos que provoca son potentes y calan hondo. Por esa potencia que emana del Valle de las Ánimas, artistas de diferentes épocas y medios sucumbieron y expresaron su admiración por este excepcional paraje natural: Borda y Sáenz lo narraron,  Guzmán de Rojas y el mismo Borda lo pintaron y otros jóvenes creadores como Torres lo “vadearon”.

Cuando paseas en soledad por esos cañadones te invade una paz interior transferida por todos tus sentidos. Ves en esas infinitas torres y agujas terrosas trabajadas por el viento y el agua los interminables ciclos naturales que decidieron esculpir esta maravillosa arquitectura natural. Se dice que la arquitectura es el maravilloso juego de las formas bajo la luz. Y esa frase es más cierta que nunca en ese valle tallado por los dioses donde sus inmensas estalagmitas de tierra y cascajo que ascienden al infinito se tornan más lúcidas bajo nuestro hiriente sol de invierno. Si penetras  por sus estrechas quebradas como si cruzaras por enormes portales estarás envuelto en la catedral gótica más alucinante del planeta. La imponente ascensión de esas columnas naturales  le dan a este sitio el dramatismo vertical del estilo milenarista por excelencia. Si occidente comenzó a levantar sus catedrales góticas hace diez siglos y que Fulcanelli trató de descifrar, aquí fue una “eternidad en los Andes” el tiempo que tardó la naturaleza en construir esta maravillosa ciudad de los muertos y que nadie quiere que interpreten sus arcanos. Aquí, todavía, privilegiamos el sentimiento sobre la razón, el rito sobre la gestión, la wilancha sobre la sobriedad.

Se dice, también, que la bella arquitectura es música congelada. Y sí, en ese valle andino escuchas la más divina de todas: el sonido del silencio. Envuelto en esos farellones “oyes” el silencio y te reconcilias con el mundo exterior, contigo mismo y con la otra ciudad, la babilónica que construyó el hombre que ruge en tensión, cables, tráfico e inquinas donde debes volver con la esperanza de que cuando te llegue el fin y nos deslumbre el “disparo de nieve”, partas al Valle de las Ánimas para descansar en uno de esos pináculos de arcilla que tocan el cielo.