Conocer nuestras diferencias con respecto a otras realidades
raciales y territoriales es clave para desentrañar los más profundos arcanos de
nuestro ser: sus apetencias y rechazos, sus formas expresivas y costumbres, sus
miedos y valores, para saber cómo se formó este particular ser andino que
construyó una ciudad en lo más alto de la geografía universal. Para ello, no
conozco una palabra más apropiada que: ethos. Este polisémico vocablo griego significa
según algunos filósofos "el pensar que
afirma la morada del hombre, su referencia original, aquella construida al
interior de la íntima complicidad del alma”. Para los objetivos de esta
nota lo considero más apropiado que nuestro vocablo aymara ajayu, porque me permite preguntar sin opacidades míticas: ¿íntimamente,
quiénes somos?
No me cabe duda alguna de que son los poetas y los artistas los facultados
para desentrañar nuestro ethos. Las otras ocupaciones y profesiones son tan
torpes que es mejor alejarlas del desafío. Recuerdo una bella comparación del
cubano Lezama Lima: “el mar es barroco, la montaña clásica”. El vate contrastaba
la turbulencia y la energía en movimiento del mar con la energía estática y
poderosa de nuestras montañas. Esa frase prefigura, además, el estímulo de los
sitios a sus moradores: mientras que el horizonte marino te impulsa a arriar
velas y viajar, nuestra imantación telúrica nos fuerza al quietismo y a esa parca
introspección, tan característica del ser andino. Somos, a diferencia de los
seres de costa, recelosos, reservados y poco propensos al cambio porque nos rendimos ante una montaña impertérrita
que lleva el vigor estanco de una columna clásica. Nuestro sitio y nuestra alma
poseen gravitas, nuestro ethos
ostenta gravedad y severidad. Este rasgo nos ha permitido conservar ritos,
creencias y costumbres que han sobrevivido (y nos sobrevivirán) por decenas de
siglos, convirtiendo a esta ciudad y su región en reductos de culturas
milenarias que luchan por sobrevivir en este fárrago contemporáneo, tan globalizador
como embrutecedor. Por todo ello, y convencido de la potencia del Olimpo
andino, Tamayo cantaba: “Yo fui el
orgullo como se es la cumbre, y fue mi juventud el mar que canta…Si el rayo
fue, no en vano fui la cumbre, y mi silencio es más que el mar que canta.”
Qué poco nos conocemos y, con la alharaca del iletrado, proponemos
proyectos urbanos y arquitectónicos destemplados y desmesurados. Debemos leer a
Tamayo, Diez de Medina o a Sáenz, para percibir más nuestro ethos y, con ello, prefigurar
un desarrollo humano y urbano que conjugue este tiempo con la potencia de
nuestras pervivencias.