Al sur de La Paz se encuentra otra ciudad, una de arcilla y cielo
que está deshabitada de día y poblada por
almas de noche y que es, sin duda, la más bella por natural y divina: el Valle
de las Ánimas.
Este sitio natural de casi 2000 hectáreas y a muy pocos kilómetros
de la mancha urbana (una real mancha) es único, soberbio y maravilloso. Yo, que
soy tan afecto al abuso de los adjetivos calificativos debo controlarme. Pero
es tan difícil reprimir esa manía porque los sentimientos que provoca son potentes
y calan hondo. Por esa potencia que emana del Valle de las Ánimas, artistas de
diferentes épocas y medios sucumbieron y expresaron su admiración por este excepcional
paraje natural: Borda y Sáenz lo narraron,
Guzmán de Rojas y el mismo Borda lo pintaron y otros jóvenes creadores
como Torres lo “vadearon”.
Cuando paseas en soledad por esos cañadones te invade una paz
interior transferida por todos tus sentidos. Ves en esas infinitas torres y
agujas terrosas trabajadas por el viento y el agua los interminables ciclos
naturales que decidieron esculpir esta maravillosa arquitectura natural. Se
dice que la arquitectura es el maravilloso juego de las formas bajo la luz. Y
esa frase es más cierta que nunca en ese valle tallado por los dioses donde sus
inmensas estalagmitas de tierra y cascajo que ascienden al infinito se tornan
más lúcidas bajo nuestro hiriente sol de invierno. Si penetras por sus estrechas quebradas como si cruzaras por
enormes portales estarás envuelto en la catedral gótica más alucinante del
planeta. La imponente ascensión de esas columnas naturales le dan a este sitio el dramatismo vertical del
estilo milenarista por excelencia. Si occidente comenzó a levantar sus catedrales
góticas hace diez siglos y que Fulcanelli trató de descifrar, aquí fue una
“eternidad en los Andes” el tiempo que tardó la naturaleza en construir esta
maravillosa ciudad de los muertos y que nadie quiere que interpreten sus
arcanos. Aquí, todavía, privilegiamos el sentimiento sobre la razón, el rito
sobre la gestión, la wilancha sobre
la sobriedad.
Se dice, también, que la bella arquitectura es música congelada. Y
sí, en ese valle andino escuchas la más divina de todas: el sonido del
silencio. Envuelto en esos farellones “oyes” el silencio y te reconcilias con
el mundo exterior, contigo mismo y con la otra ciudad, la babilónica que construyó
el hombre que ruge en tensión, cables, tráfico e inquinas donde debes volver
con la esperanza de que cuando te llegue el fin y nos deslumbre el “disparo de
nieve”, partas al Valle de las Ánimas para descansar en uno de esos pináculos
de arcilla que tocan el cielo.