Los arquitectos somos adictos a los dogmas.
Ejercemos un oficio indeterminado que tiene más zonas grises que certezas; por
ello, el dogma se torna vital. La historia de la arquitectura está llena de
héroes que desplegaron su arte contra viento y marea defendiéndolo con el
recurso de la palabra, arropando sus proyectos con una teoría a modo de manto
santo.
Casa Vega. Arquitecto Carlos Villagómez. 2002 |
Y ese necesidad de prescribir dogmas se hizo
mas patente a principios del siglo XX en la gloriosa época moderna de la
arquitectura. Con textos de Le Corbusier o Gropius, los arquitectos del mundo
decidimos cambiar el rumbo de la arquitectura hacia una estilo más técnico, más
funcional y tan limpio como un quirófano. Pero, en esa dirección, los
arquitectos nos fuimos separando del
mundo real, nos fuimos distanciando del ser humano cotidiano y sencillo. Y para
transitar ese desapego nos prendimos a nuevos dogmas, a otras “palabras divinas”,
que nos permitan cumplir la tarea mesiánica de “educar” al mundo sobre lo que
es bueno y es bello.
De esos credos el más preciado y recurrido es
una ponencia del año 1908 que presentó el arquitecto austríaco Adolf Loos: Ornamento y Delito. En ese ensayo, Loos avivaba
el fuego de la estética de la modernidad: “Como el ornamento ya no pertenece
orgánicamente a nuestra civilización, tampoco es ya expresión de ella. El
ornamento que se crea hoy ya no tiene ninguna relación con nosotros ni con nada
humano; es decir, no tiene relación alguna con la actual ordenación del mundo”;
y denigraba los detalles de la arquitectura clásica: “El ornamento no es sólo símbolo
de un tiempo ya pasado. Es un signo de degeneración estética y moral”. Sin
duda, una postura tajante de alguien que no desea concertar con otros, y afín
con cualquier ideología dogmática y ortodoxa. Hoy en día ese ensayo suena como
imperativo religioso (“soy el camino, la verdad y la vida”) o como arenga
prusiana. Loos decía sin temores: “Predico para el aristócrata”.
Extrañamente, y cien años después, ese dogma luterano-calvinista
sigue vigente en arquitectos de esta parte andina, que viven los actuales momentos
de convulsión, y todavía no perciben el cambio cultural del planeta. En tiempos
de múltiples modernidades, de pluriculturalidades y de declaraciones culturales inclusivas (como las
cartas de la Unesco), algunos colegas siguen obnubilados por ese austríaco que
promovía la asepsia arquitectónica total, la blancura inmaculada sin firuletes, pero que en vida fue
políticamente incorrecto, mujeriego empedernido y pedófilo enjuiciado. Olvidando
sus límpidas prédicas, Adolf Loos terminó
sus días postrado en una silla de ruedas persiguiendo a una enfermera.