Tenemos una manera
de expresarnos que es exuberante, pletórica, excesiva y grandilocuente. Todo lo
llenamos, todo lo atiborramos, todo lo atestamos. No podemos ver una superficie
vacía o blanca que inmediatamente la rellenamos o la coloreamos. El vacío nos
angustia, nos oprime el alma. Tenemos el síndrome llamado, en latín, horror vacui: el temor al vacío.
En nuestras obras
artísticas o de diseño se nota esa tendencia a la exageración formal, a utilizar
demasiados elementos, con una mixtura de colores encendidos, cargando todo el
espacio y sin lugar a los vacíos. El diseño paradigmático de nuestro horror vacui es el escudo nacional que
tiene todas las alegorías posibles del reino animal y vegetal, del fragor de la
guerra y todo lo que paso por la mente del republicano que, en el siglo XIX,
tuvo la responsabilidad de concebirlo. Paralelo a ese sancocho patrio, tenemos
hoy en día las invitaciones que circulan entre los fraternos del Gran Poder,
todo un ramillete plurimulti de imágenes colorinches.
Llegamos a esta
condición por un proceso largo y tortuoso de aculturación que arribó de
occidente (el barroco español a rajatabla), que se mezcló con un ancestro
cultural que tenía (y tiene aún) una particular vertiente asiática. Pero, con
una mirada sensible a la herencia precolombina de la arquitectura y de los textiles
andinos, podemos convenir que éramos mucho más finos y discretos.
Con ello en la
tutuma, construimos hoy en día nuestra ciudad y su arquitectura. No concebimos
minimalismos asépticos que nacen de creencias zen o luteranas o calvinistas y edificamos
la ciudad sin dar un respiro a la mirada: edificios y bodoques en altura por
doquier, casitas y casonas amontonadas aquí y acullá, letreritos y
gigantografías tapando toda la naturaleza posible, mercados y puestitos
comerciales en todos los espacios públicos posibles, etc. Todo está lleno,
colmado y sobresaturado en esta ciudad. No se libra ni la limpidez del cielo
paceño, lo llenamos de cables, de bullicios estridentes y de otras porquerías que
lanzamos por el aire.
No damos respiro al
ser humano en La Paz. Debemos amontonarnos a extremos insoportables. Valga el ejemplo de moda: en una zona
altamente densificada como Bajo San Antonio decidimos construir un enorme
hospital en el único espacio público de ese barrio. Con la misma tozudez de
ayer declaramos que no hay-no existe-no puede haber otro sitio posible. Es el
mismo tonillo de los responsables del teleférico.
Donde creo que ya
no hay más espacio es en nuestras cabezas. Ahí se cerraron todos los espacios
posibles. Con el horror vacui (que pervive
en nuestro ser) y con la politiquería barata (que nos joroba en nuestra
televisión), se nos bloquearon todas las
neuronas.