Cada 8 de noviembre debes asistir al ritual de las Ñatitas en el
Cementerio General de nuestra ciudad para vivir una experiencia única.
Después de caminar por los diferentes sectores del campo santo
donde las familias exhiben, entre orgullosas y alegres, centenares de cráneos humanos
ataviados con coloridas coronas de flores, fumando cigarros que les introducen
cariñosamente, en medio de velas y hojas de coca, con bandas y música festiva,
quedas literalmente abrumado porque que se trata de un ritual demoledor por su
descarnada exposición del culto a la muerte.
Soy un paceño que conoce los principios y motivaciones de este
ritual del mundo aymara y soy también, un amante de nuestras tradiciones y
ritos. No necesito reiterar mi amor al terruño y sus costumbres. Pero, cada año
que pasa, me resisto a interpretar a las Ñatitas, laudatoriamente, como una
efervescencia espectacular del mundo popular que debemos aceptar sin retaceos.
Seré honesto y expresaré sin remilgos que es un ritual feroz que me deja
perplejo y meditabundo por muchas horas.

Ante todo, porque es un recordatorio de nuestra fragilidad humana
y del vacío que provoca el misterio de la vida y de la muerte. Un recordatorio
reiterado en cada urna y cada cráneo. Por más que sea tu guardián o guardiana,
por más que sea tu protectora y amiga, es demasiada exposición pública del
símbolo universal de la muerte. Y por más que conozcas el concepto cíclico de
la vida y la muerte de nuestra cultural ancestral, debes aceptar que es una excesiva
muestra colectiva del ineludible final, del otro lado, al que tú y yo
llegaremos algún día.
En la ciudad de los muertos, este último 8 de noviembre, tenía la
sensación de pasear entre muertos de verdad y vivos “casi muertos” que
bailaban, cantaban y comían en medio de las tumbas, las ollas y las urnas.
Todas y todos, por la intensidad que despliega este rito paceño, me parecían como
si se ubicaran, desesperadamente y a los empujones, al principio de la larga
fila que nos lleva al otro mundo. Un sentimiento muy cruel.
Y, por supuesto, para el que escribe esta nota, fue reconfortante
salir y volver a la ciudad de siempre, a nuestra querida y vilipendiada La Paz,
a respirar su frío aire altiplánico, a pesar que el tufillo, entre dulzón y
amargo que siempre emana la Parca, continuó por algunas horas más.
Los agoreros irreflexivos de la cultura popular sabrán disculpar
la sinceridad de esta declaración. A los otros, para los que la trilogía vida,
amor y muerte son los provocadores universales del arte y la cultura, los
invito a recorrer el próximo año a las Ñatitas con una mirada sensible y desprovista
del localismo que, a veces, nos nubla el entendimiento.